Los hospitales psiquiátricos normalmente viven rodeados por una mitología urbana que los acompaña como una neblina densa. La idea de la locura produce miedo, atracción, rechazo, dolor o intriga, pero nunca indiferencia. No existe una sola persona que no se haya detenido a pensar acerca de este tema. Y la locura, en la ciudad de Mendoza, tiene domicilio en la calle Ituzaingó al 2835 de la Cuarta Sección. Es como la materialización de todos nuestros prejuicios sociales dentro de un edificio: el hospital Carlos Pereyra. 

Texto: Lucas Debandi – Fotos: Emiliano García

El mito siempre es una cáscara, la realidad es más cruda, más compleja, menos romántica. Y hay algunas personas que tienen la fuerza que hace falta para atravesar la neblina y entrar al Pereyra. Y esa experiencia, dicen, los marca a fuego. “Venís con un mambo tuyo personal y salís con una satisfacción increíblecuenta Jimena, voluntaria desde 2012.

Y esa sensación puede ser la que explica que el voluntariado se haya mantenido intacto por veinte años de forma ininterrumpida. En el año 98 del siglo pasado, un psicólogo del hospital empezó a organizar talleres, preocupado por la situación de los internos. Y era para preocuparse: no existía ninguna propuesta de actividad para que realizaran las personas que vivían allí. Se asoma esa imagen del psiquiátrico como depósito de gente, como basurero social, esa que tanto criticó la corriente de la antipsiquiatría. Y pareciera que esas críticas hicieron mella, porque en el año 2000, esos talleres sueltos se convirtieron en un programa de rehabilitación dentro del hospital. Hoy cuentan con un espacio físico dentro del Pereyra, un seguro para cada voluntario, y financiamiento para sus materiales.   

Trabajo, pero con amor

Nosotros festejamos el día del trabajador, ¿eh? ¡El primero de mayo nos saludamos!”, aclara Belén, la coordinadora del programa, como si la falta de pago de su tarea le quitara valor en lugar de agregárselo. Y es que tenemos una visión del trabajo como algo que es solamente padecimiento, tiempo y cuerpo empeñados diariamente a cambio del sustento necesario para vivir. Nos cuesta asociar al trabajo con el amor. Eso no pasa en el voluntariado. Acá la vivencia es tan gratificante que cada esfuerzo se compensa en sí mismo, da sentido, ordena el resto de los aspectos de la vida.

Siempre que vos trabajás es porque necesitás plata, y te vas a adaptar por eso a la línea que se impone desde arriba” agrega Camila, voluntaria. “Yo creo que estaría genial sentirse así de completo en un laburo. Pero en la parte del voluntariado como tal, quizás si se pagara no sería igual. Los intereses no serían los mismos y por eso la predisposición no sería la misma” dice Jimena, antes de contar que dejó un trabajo para poder seguir siendo voluntaria.

 

El financiamiento económico es una condición necesaria para introducir cualquier cambio en el área de la salud. Sería ingenuo o malintencionado negar una cosa así. Pero estos voluntarios son la prueba de que la plata sola no alcanza, de que hace falta el compromiso y las ganas de transformar para que esa rueda gire. Y lo demuestran arremangados y sosteniendo un espacio tan importante, a través de décadas y sin cobrar un solo peso.

Cuando empuja la voluntad, las cosas pasan

Otra ventaja que tiene el trabajar desde el corazón, es que genera mejores resultados. Camila, Belén y Jimena explican que no trabajan desde la patología (ni siquiera saben cuál es el diagnóstico psiquiátrico de cada uno); en cambio se enfocan en los recursos de los usuarios, tratando de desarrollar los aspectos sanos de cada persona. Esto hace que los pacientes se saquen ese rótulo de enfermos mentales y puedan salir más rápido de su situación de padecimiento, acoplándose mejor a otros programas ambulatorios o centros de día.

 

Hace un tiempo, participaron de una feria donde expusieron su trabajo. Realizaron una intervención para compartir su postura desestigmatizante: cada uno, se colgaba carteles con distintas características, entre las que la patología era simplemente una más. En la espalda, una frase rezaba: “Soy más que una etiqueta”.  Una mujer se acercó hasta su stand, emocionada. Era una ex-usuaria, que había salido adelante gracias a dejar de entenderse a sí misma como una historia clínica con piernas.  

El arte como lenguaje

Cuando las chicas empiezan a enumerar los talleres que han pasado por la historia del voluntariado, aparecen casi todas las expresiones del arte. Y no es casual. Mostrar la posibilidad de canales de expresión alternativos al lenguaje tradicional, abre puertas a algunos alivios mentales muy difíciles de encontrar por otro lado. Belén despliega algunas de sus observaciones en los grupos: Se nota la transformación a simple vista. Una persona que está tirada en la cama y le decís ´Vení, vamos a pintar´. La ponés enfrente y se conecta con el papel, con el color, se queda un rato y después sale con una sonrisa, hasta la postura corporal le cambió”.

 

Todos los meses, en el hospital se organiza un festejo. Bandas, elencos de teatro, murgas, magos y una lista muy larga de artistas han pasado a ofrecer su espectáculo para los usuarios del Pereyra. Al principio los artistas entran muy atravesados por sus prejuicios, pero después se chocan con un espacio totalmente distinto, miradas que nunca vieron, y un ida y vuelta que no existe en ninguna otra parte. Los pacientes bailan, cantan, se emocionan, y hasta se suben al escenario para compartir lo que tienen adentro.

Y tampoco es casual esa conexión. El oficio del artista también tiene mucho de voluntad, así como el oficio de voluntario tiene mucho de arte. Y cuando se juntan estas dos actividades tan necesarias, tan financieramente incorrectas, transforman cosas que parecían quietas para siempre.