Crónica de una Mendoza en reconstrucción.

Fotos: Archivo General de la Nación (1891)

De acuerdo con el Instituto Nacional de Prevención Sísmica (INPRES), Mendoza fue la provincia argentina con más terremotos en los últimos 300 años. Dese 1692 hasta 2011, el suelo mendocino se estremeció gravemente en 16 oportunidades.

El terremoto del 20 marzo de 1861 marcó una inflexión en la historia de nuestro pueblo. Un antes y un después. No es para menos, fue uno de los movimientos sísmicos de mayor magnitud en el mundo, en todo el siglo XIX.

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Varias crónicas registraron cómo quedó la Ciudad de Mendoza tras aquella tragedia. En 1869, Santiago Estrada -un diplomático chileno- escribió unas notas con descripciones del renacimiento de Mendoza. Compartimos algunos fragmentos textuales:

Estamos en Mendoza.

Atravesamos con respeto sus calles porque hollamos polvo de muertos.

Aquí, a la izquierda, está la ciudad finada; allí, a la derecha se eleva la ciudad viva, como brota del antiguo tronco, derribado por el rayo, el juvenil renuevo.

Entramos por el barrio de Belén, nos desviamos a la izquierda, atravesamos la calle San Nicolás, perfectamente empredrada y plantada de álamos de la Carolina y nos detuvimos en la puerta del hotel de París.

Con los fondos erogados por los pueblos hermanos y los extranjeros, y con los de los gobiernos general y de la localidad, se ha reedificado la ciudad de Mendoza sobre una base más extensa que la antigua. Sus amplias calles, cortadas por un boulevard de cuarenta varas de ancho, ostentan hermosos edificios, construidos por arquitectos chileno y europeos.

En la plaza principal, una de las mayores de la república, se encuentran la iglesia matriz, la casa de gobierno y las demás oficinas públicas.

Las iglesias de Belén, San Francisco, San Agustín y Santo Domingo han sido reedificadas con sencillez y elegancia.

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Las monjas de la Buena Enseñanza han construido un convento y colegio, en el que se educan las señoritas más distinguidas de la sociedad mendocina.

El colegio nacional es un gran edificio con su correspondiente capilla y gabinetes de física y química, estudio solitario, gimnasio, huerto y estanque para baño y natación.

La penitenciaría tiene la forma de un octógono regular. La capilla ocupa el centro del terreno: los patios y prisiones se irradian de ella. Pertenece al sistema celular y tiene talleres de carpintería y telares.

El aspecto general de la ciudad es animado y pintoresco. La inmigración chilena y europea, unida a la población nacional, trabajan activamente por embellecerla, construyendo a competencia los edificios que destinan para habitaciones o negocios.

El gran número de coches y de carros que circulan incesantemente demuestra a primera vista la importancia del comercio de Mendoza, que cuenta ya con varios bancos sólidamente establecidos y radicados.

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El conjunto de esta ciudad es digno de admiración. Las gentes que la habitan pertenecen a todos los países y han introducido en ella sus costumbres domésticas y sus construcciones nacionales.

La nueva población ostenta sus álamos de anchas hojas, sus huertos de naranjos, nogales, almendros y avellanas y sus jardines cubiertos de flores, al pie de los cimientos removidos, de las torres derribadas, de las columnas rotas y de los arcos destrozados de la antigua Mendoza.

Las ruinas de la antigua ciudad se conservan, salvo pequeñas variaciones ocasionadas por los trabajos practicados para extraer las cenizas de los muertos, en el mismo estado que en la noche de la catástrofe.

Los despojos de los edificios parecen desmenuzados exprofeso. Al verlos se podría imaginar que la ciudad fue colocada entre dos montañas y triturada como tritura el pintor entre dos piedras las sustancias que emplea en la composición de los colores.

De la matriz no queda sino el polvo de sus murallas de adobe, de San Francisco el pórtico y los huesos de algunos de los fieles que lo frecuentaban, de San Agustín uno de los arcos de la entrada, y de Santo Domingo una columna, que se eleva, melancólica y solitaria, como un centinela a quien la muerte ha condenado a una facción sin relevo para que vele el sueño de los difuntos y la majestad de las ruinas.

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En la plaza se conservan algunos de los tamarindos que la cercaban, y la pila de pómez que manaba en abundancia el agua del Chayado.

Muchas de las plantas de los antiguos jardines se han abierto paso por entre los escombros y florecen en aquella necrópolis sin que nadie las despoje de sus hijas, mustias y descoloridas. Una que otra trepadora enlaza con cariño los muros de la morada de sus plantadores, pugnando por detener los ladrillos próximos a desmoronarse.

Dos o tres ancianos que no han querido abandonar la tierra heredada de sus mayores y regada con la sangre de sus hijos han construido habitaciones en el mismo sitio que ocupó la choza paterna. Esos viejos solitarios, los últimos de una tribu que cayó en la tumba como cae una piedra en un abismo, vagan cual sombras errantes por las vías sin salida de la que fue ciudad.

Es un pueblo con las condiciones requeridas para llevar a cabo todo lo que hoy forma el orgullo de las sociedades nacientes; o para hablar con más propiedad, es un pueblo que se levanta de la tumba libre de las ligaduras del pasado.