Por Roberto Follari

Mucho aún puede agregarse al ya frondoso debate iniciado por la nota de Natanson, publicada en el diario Página/12, el 17 de agosto. Y, con dejos de epistemología bachelardiana, uno diría que no cuesta desacordar en varios aspectos de las caracterizaciones que él hace sobre Cambiemos, pero que sin embargo la pregunta, el ámbito de interrogación que abre, resulta pertinente.

De tal modo, quizá referencialmente, en cuanto a contenidos, pueda yo acordar más con algunos de quienes han criticado el escrito de Natanson; pero este despeja una cuestión sobre la que poco se ha dicho, mientras que muchos de los que lo comentan advirtiendo sus rasgos poco anclados en lo socioeconómico, por ejemplo, transitan campos más conocidos.

¿Por qué le va bien electoralmente a Cambiemos? Vale la pena pensar al respecto. Aunque sea para advertir que en realidad, no le va tan bien: es de las peores performances que un partido de gobierno haya hecho desde el fin de la dictadura. Impresionarse con Capital Federal, no da pista precisa de la situación del país. Solo podría alegarse que Cambiemos viene de una elección previa donde ganó arañando, tras perder la primera vuelta; y que en relación con esa elección de triunfo mezquino, este parece clamoroso.

Foto: Cambiemos

Igual, es cierto, muchos pudimos imaginar que en este agosto iba a irle peor. Pero hay un factor que, extrañamente, casi nadie ha traído a cuento: el tiempo. Este gobierno subió apenas hace algo más de año y medio: recién empieza. Y todos los gobiernos de derecha demoran en perder legitimidad en la Argentina, tras haber contado con ella al comienzo.

Porque este gobierno es un gobierno que recoge el apoyo del mismo bloque social de derechas que apoyó a las dictaduras, a Menem (este, también con el apoyo de un amplio respaldo de sectores de trabajadores) y a De la Rúa (si bien a este, al comienzo, lo apoyó una parte del progresismo). Que haya ganado por elecciones, no le quita que represente a los mismos sectores sociales que se reconocen en la derecha ideológica. Lo que, por supuesto, no implica confundir los procedimientos legitimatorios y gestionales de este gobierno con los de una dictadura.

Las dictaduras nunca se asentaron solo en las armas: se basaron en –como decía Videla- “combatir la corrupción y la subversión”. Se trataba de restaurar el orden, en otros términos. Con esa bandera, gozó el régimen criminal instalado en 1976 del apoyo de las clases altas y gran parte de las clases medias, el cual sólo comenzó a minarse tres años después, cuando la huelga general lanzada valientemente por algunos dirigentes de la CGT. Antes, el romance de Onganía con esos mismos sectores (grandes industriales, la banca, los exportadores en general y los dueños de la tierra, más los sectores medios y el sindicalismo colaboracionista) también había durado tres años: desde junio de 1966 al Cordobazo.

Foto: Casa Rosada

Es decir: los sectores medios, que en nuestro país son una enorme capa de entre 35 y 40% de la población, son el fiel de la balanza. Son ideológicamente de una inalterable derecha, y políticamente afectos al bolsillo: por eso apoyan siempre a las derechas cuando suben, siguen apoyándolas un tiempo, y luego se desilusionan por la mala situación económica y la corrupción que empieza a visualizarse. Es un ciclo largamente repetido. Con Menem duró más, porque era un gobierno más fuerte, al contar con el peronismo integrado a un proyecto neoliberal muy definido, que concitaba el apoyo de todo el establishment.

Es curioso que nada de esto aparezca en una politología actual que cree que los sistemas políticos están cerrados sobre sí, y no hurgan en lo social para dar razón de sus características. De tal modo dos gobiernos de derecha, uno llegado por elecciones y otro por las armas pero con apoyo civil, son percibidos como opuestos, y no como parcialmente similares (véase, si no, las medidas económicas del actual gobierno, las del menemato y de Martínez de Hoz, y se advertirá que no son radicalmente diferentes).

También es por lo menos raro que no se señale el peso brutal de la anatemización hacia el kirchnerismo por los medios de comunicación hegemónicos, que tiene un rol decisivo en la configuración de las representaciones sociales; la persecución judicial inédita lanzada contra la expresidenta y su entorno, parte del mismo proceso legitimatorio que hace del gobierno una “oposición a la oposición” como principal fuente de aceptabilidad; o la apelación al “carpetazo”, una práctica sorprendente, en tanto se la ha realizado sin mayor escándalo de parte de ningún medio periodístico.

Foto: Casa Rosada

O incluso el “milagro” de que los senadores voten en favor del gobierno, cuando debieran ser opositores. Es obvio el manejo del dinero por vía de la presión a los gobernadores; por cierto, se hacía lo mismo en el gobierno anterior, y quizá en cualquiera; pero no puede desconocerse ese mecanismo, por el cual un gobierno débil logra convertirse en legislativamente viable.

Poco de esto se ha dicho, y hubiera sido bueno que apareciera, porque son cuestiones que también están en juego en la buena elección que –comparado consigo mismo- ha hecho Cambiemos.

Pero tiene razón Natanson: es cierto que esto no es todo. Sin ser claramente democrático el gobierno –confundir democracia de origen con democracia a secas es cuanto menos ingenuo-, y quizá sin ser tan moderno –la represión y el uso hegemónico de los medios poco tienen de nuevo-, hay que determinar por qué Cambiemos se sustenta.

Y aquí, la noción de ideología, que politólogos actuales parecen recusar, sigue viniendo a cuento. Este es un gobierno de derecha, que además, viene de ganar la elección a uno que, por dar un nombre, llamaremos provisoriamente nacional/popular. La ideología dominante vive este triunfo como una revancha, incluso como una “normalización”: las cosas vuelven a su cauce. No más militantes en la calle, no más cadenas nacionales, no más reivindicación del latinoamericanismo, el poder comprar dólares sin problema.

Foto: Casa Rosada

Ese es un atractivo enorme, al que sabe sumar Cambiemos el atractivo de la onda posmoderna lanzada por Durán Barba: mentir aunque sea evidente, bailar, timbrear o simular que se timbrea, decir que lo que hacen ellos solos lo hacen “todos juntos”. En eso, Cambiemos interpreta la cultura de la época, despolitizada, light, de baja convicción.

No está de más recordar cómo han subordinado a la UCR, partido en disolución que parece definitiva, tras un extraño pacto de “ustedes nos dan los votos, nosotros –el PRO- gobernamos”. Eso sí que es una paradoja posmoderna, que alguno más debiera explorar: casi un misterio teológico.

Pero no es que asistamos al milagro de un gobierno que sabe llegar a las masas, y supera ampliamente a otras derechas históricas. Tiene aproximadamente el mismo apoyo que ellas, al mismo momento –mucho menos que el menemismo, ciertamente, que ganaba en ambas cámaras a mano alzada-. Es verdad: este gobierno obtiene ese apoyo por vía de un voto “más propio” que el del peronismo de Menem, pero a costa de mayor debilidad.

Algo de nuevo hay en esta experiencia, pero mucho menos de lo que se supone. No es por hablar de narcotráfico que este gobierno se sostiene: su antikirchnerismo militante, se parece más a algunas sagas de 1955 que a cualquier postal posmodernista de Baudrillard.