Por Julio Semmoloni

La derecha, el poder, el establishment (como quiera nombrarse al enclave que manda y domina) no peca de incauto cuando arremete en sociedades “democráticas”, cuyo cuestionamiento político nunca implica alterar de raíz la inveterada situación de inequidad. Esa derecha puede cometer errores de cálculo o arrebato -a veces hasta torpes y perversos-, pero cuando persiste en una dirección, su hegemonía implícita termina por instaurar el sentido común que finalmente la hace prevalecer.

No hay más que esta explicación de manual para entender cómo se fue gestando la derrota política y electoral del kirchnerismo (inconcebible hasta recién iniciado 2015). He referido en notas anteriores que, para existir como tal, el kirchnerismo necesita gobernar porque antes nunca fue oposición y en la actualidad nada que dé la talla parece asumirse de este modo. Por lo tanto, para continuarlo o trascenderlo, primero hay que recrearlo.

Su alejamiento del gobierno representa, en la praxis política cotidiana, la extinción del kirchnerismo. La generalización de moda por estos días remite a que las izquierdas populistas han sucumbido ante una ola global de tendencia derechista (más o menos ultra), sin mirar las particularidades de cada país ni la evolución de sus situaciones internas durante la última década.

En plena marcha exitosa con datos duros de crecimiento económico y mejoras sociales que atraían al grueso de la población, arteramente la derecha depositó el huevo de la serpiente en la burocrática sibila argentina, de donde emanaba cual secuela lógica de la notoria bonanza, la información técnica que predecía un futuro venturoso. Amanecía el 2007, a la sazón el año del primer testeo ejecutivo nacional, y nadie dudaba de la victoria del oficialismo.

La derecha no podía permitirlo sin operar en contra de algún modo. En enero de ese año armó un escándalo porque el Gobierno había remplazado algunos funcionarios del INDEC a los que reprochó una intencionalidad sesgada en favor de intereses particulares. Los medios anti-K reaccionaron a destajo propalando inquina y sembrando de suspicacia la profusa obra gubernamental. Tal espamento ponía en evidencia, por primera vez desde 2003, que el potente kirchnerismo de entonces podía ser vulnerable, que no sería imbatible.

Vinieron otros tantos años de consolidación política, también en base a éxitos económicos y sociales, pero la derecha siguió pegando obstinadamente sobre el flanco ya debilitado. En especial, estigmatizando al funcionario estratégico para dirimir la gran puja distributiva: Moreno dejó de llamarse Guillermo y pasó a ser nombrado “Polémico” Moreno. Así es la voraz derecha cuando huele sangre en una lastimadura, devora sin piedad.

El Gobierno no presagió el daño que buscaba causar el enemigo en el largo plazo, y como las denunciadas “distorsiones” de indicadores se correspondían con la auspiciosa realidad contextual, le restó entidad a la difamación subsecuente que empezó a propagarse. Así era el contexto triunfal en 2007: baja inflación, menor desempleo e informalidad, menor deuda, más actividad, más inversión, superávit fiscal y comercial, más consumo, más poder adquisitivo salarial, más recaudación tributaria, etc.  

Cebado por victorias resonantes, tampoco supo maniobrar en el Congreso la tremenda crisis de 2008. Pero aun con semejante traspié, la derecha no pudo frenar la posterior consumación de las transformaciones más plausibles del kirchnerismo, sobre todo en materia de nuevos y ampliados derechos.

En política, más que en cualquier otro escenario, no basta con ser bueno. Lo más importante es (también) parecerlo. Y más si se trata de un gobierno de cuño populista de centro izquierda. El impacto de enero de 2007 produjo una pequeña fisura bajo la línea de flotación del hasta entonces sólido casco de la nave nacional y popular. Y así como los medios dominantes cerraron filas para disparar al unísono contra el flanco dañado, los formadores de opinión asimilados al kirchnerismo -en un exceso de pretendida imparcialidad, sin considerar todo lo que estaba en juego-, le hicieron el caldo gordo a la insidia enemiga.

Casi una década después, no en la crónica apremiada por el tiempo del diario, sino en la meditada y cautelosa reflexión final de un libro, el periodista Mario Wainfeld, refiriéndose al episodio del INDEC en su reciente Kirchner, el tipo que supo, recordó lo siguiente: “La medida (intervención) se fundó en un haz de motivos que podemos resumir en dos: el índice (IPC) contenía distorsiones y anacronismos que dañaban su precisión, y las autoridades (anteriores) del INDEC traficaban (vendían) ilegalmente información secreta a entidades privadas”.

El estentóreo recelo, en dicha ocasión, de voces necesarias para sostener la ardua puja cotidiana en la desventajosa correlación de fuerzas, provocó el efecto deseado por el enemigo, para que cunda la sospecha generalizada hacia todo el accionar del Gobierno. Incautos y pertinaces escrúpulos, de los que no adolece la derecha, hicieron posible que un servidor público, con la tenacidad de Moreno, cayera en el peor de los descréditos.

moreno

 

No puede ignorarse que la conducta elitista de magistrados y funcionarios del Poder Judicial es equivalente al comportamiento del personal jerárquico permanente de organismos estatales. No son elegidos, gozan de intangibilidad y proceden de los mismos sectores sociales. Fueron reacios al kirchnerismo como sus vecinos los jueces. Mantener el statu quo es la consigna preferida de todos ellos. El INDEC y la AFIP, por ejemplo, están siempre atravesados por técnicos y profesionales con esa identidad de clase.

El macrismo se apoyó en la argucia de 2007 para arengar que todo es mentira. Durante la “década ganada” -relataron- no hubo crecimiento económico ni bienestar social, sólo se trató de una mera ilusión que causó esta “pesada herencia” de déficit, estancamiento y pobreza. Y para rematar, el macrismo saltó de sospechar los datos avalados por la CEPAL, a denunciar sin prueba fehaciente una generalizada corrupción: “se robaron todo”, vocifera todavía.

La derecha suele controlar la suma del poder real, y en sus peores momentos conserva gran parte del mismo. Dispone de tiempo para conspirar en la eventual adversidad y saca partido de los incautos que componen la veleidosa opinión pública, a la que solivianta sin pausa con patrañas. Las instituciones y el sistema juegan a su favor, aun sin apartarse de la legalidad vigente. Si la brega desde el llano en la disputa del poder para salir del inicuo estado de cosas, sólo porta transparencia y buena voluntad como recursos excluyentes, será muy difícil (tal vez imposible) doblegar a un rival taimado, violento, impune y vil como la derecha.