Por Julio Semmoloni

La cultura del fútbol contiene el sustrato de la idiosincrasia argentina y es su alegoría perfecta. Retuerce de bronca e impotencia al más pintado que el país deje tanto que desear. Cada cual se siente mejor que el promedio, sin responsabilidad por el frustrante rendimiento colectivo. Reactualiza y prolonga su vigencia hasta el infinito, aquel “Yo, argentino” de los años veinte. Pero no es cierto casi nada de lo dicho sobre qué somos y qué pasa.

Debido a una contingencia del fútbol internacional, Chile y Alemania llegaron por primera vez a una final de la Copa Confederaciones, esta vez disputada en Rusia. Y ahora los periodistas nativos de la especialidad, por la tele y la radio se martirizan entre sí castigando a la Selección, dada la supuesta distancia en detrimento que padece respecto de estos finalistas, los cuales demuestran que están haciendo las cosas organizadamente.

Vuelven a despotricar contra la Albiceleste porque ni siquiera pudo participar de este torneo de segundo orden, y a la vez ponderan a Chile porque ha logrado encaramarse a tres finales consecutivas (dos Copa América y esta de FIFA). Exaltan por demás el trabajo de los germanos, a raíz de las sucesivas tres finales (Mundial, Eurocopa y Confederaciones), marcando en el encomio un rencoroso menoscabo hacia el conjunto de “amigos y compañeros” de Messi.

Resulta que nuestra Selección es veterana partícipe de ese torneo, habiendo ganado el primero en 1992 y llegado a la final en otras dos ediciones. De modo que por presencia en dicha Copa supera largamente a los dos últimos finalistas. Pero lo más curioso está en que la triple continuidad en ese plano finalista de Chile y Alemania, ahora recibe del inefable periodismo deportivo argentino merecidos elogios, mientras que el año pasado y en los comienzos del presente, el plantel nacional fue hostigado con saña por realizar idéntico derrotero, aunque sin vencer en ninguna de las tres ocasiones.

Se aplaude sin reserva que Chile encumbra la Roja en lo más alto (pese a que esta vez perdió), y repiten como alelados que debería imitarse la organización formativa del seleccionado alemán a partir de los juveniles. No está mal en sí misma la ponderación, pero viene recargada de ponzoña, ignorancia y colonialismo la estigmatización de la Selección nacional de fútbol. ¿Advierten el símil con otras disciplinas?

Conviene verificar que el fastidio de esa crítica a la Selección se origina tras el inesperado resultado en las dos finales de Copa América, nada menos que con Chile, pues el predominio futbolístico histórico de la Argentina sobre ese país es abrumador. Desde 1910 jugaron 89 partidos: Argentina ganó 59, perdió 6 y empataron 24, con 190 goles a favor y 70 en contra. Chile nunca venció a la Argentina en un cotejo por torneo oficial, y tampoco lo hizo en las dos finales recientes, pues igualaron en cero y se definió mediante tiros desde los doce pasos. La Selección mantiene intacto su envidiable prestigio.

Respecto de las loas al fútbol teutón, también parten de la ignorancia sobre su trayectoria histórica, matizadas con la colonización cultural a lo que proviene de esa raíz. Hasta hace poco, Alemania no sobresalió en los torneos mundiales Sub 20, como sí lo hizo la Argentina que ganó la mayor cantidad de títulos: seis. Sin embargo, desde hace décadas el fútbol alemán mayor tiene un rendimiento óptimo y exitoso como la gran potencia que es en este deporte. Por ejemplo, fue finalista en tres mundiales consecutivos: 1982, 1986 y 1990, y es el representativo que más veces ha disputado finales mundiales: ocho.

Tampoco es cierto que el fútbol argentino debería imitar al alemán con los centros de formación de futbolistas juveniles en cada club. En principio, por ser esta la tarea primordial aquí de todos los clubes de fútbol: formar a los chicos para la competencia adulta. Pontifican obnubilados sin ver la diferencia de recursos y las reglas imperantes en el mercadeo internacional del fútbol: los clubes argentinos no pueden disfrutar los adolescentes que forman, quienes instados por la misma patraña emigran a corta edad para asegurarse un futuro.

La crítica más diversa en la Argentina está inficionada por el detrito futbolero. Mezcla pútrida de culturalidad cipaya, desconocimiento histórico y efectismo demagógico, que emerge de la proclividad a basurear todo lo vinculado con una profunda insatisfacción pasional. De partida, este arquetipo argentino vive disconforme con su país. Al pretender disociarse de fracasos y frustraciones, arroja por la borda aun lo que identifica su más distinguido acervo. El fútbol, fenómeno cultural de mayor alcance global y masivo, impregna esa tortuosa argentinidad de un simbolismo capaz de denotar poderío y excelencia en la fantasía del fanático. Insoportable paradoja para sobrellevar con naturalidad su triste y alienado conflicto barrial.

La presunta consideración mundial de que el futbolista argentino está dotado de un temple especial para ser ganador en todos lados, suele ser una “verdad apodíctica” en boca de estos vendedores de humo. Como el hincha que enajena en la divisa su razón de ser, siente la vida por contraste y no por la propia intensidad de su genuino fervor. Así establecen la diferencia abismal entre el ganador de la final y el que la pierde: uno es el campeón inobjetable; y el otro, apenas “el mejor de los perdedores”. El triunfo o la derrota no serían contingencias en el más exigente nivel de competición. Los que se van son los triunfadores. Los que quedan aferrados al potrero, fracasan. Una eventualidad marcada cual determinismo del destino.

En 1967, cuando Racing Club venció en Montevideo al Celtic de Escocia con aquel golazo del Chango Cárdenas, consagrándose como el mejor equipo del mundo para la FIFA, Ernesto Sábato dijo en un artículo periodístico que la victoria académica ensalzaba el orgullo nacional. Puede parecer exagerado y seguramente Borges se habrá mofado de la opinión patriotera. Ambos fueron antiperonistas, coincidiendo en la descalificación social y cultural con todos los intelectuales de la derecha y de la izquierda de mitad de siglo.

Pero el presidente Perón (que no era tan adicto al fútbol aunque valoraba la atracción de las masas por este deporte) decidió por aquellos años que la Selección no intervenga en los mundiales de Brasil y Suiza, ante el temor de no ganarlos y por ende “dejar de considerarnos los mejores”. Cabe señalar que nuestra Selección, como ninguna otra del continente hasta hoy, venía de ser campeona e invicta en tres Copa América sucesivas, las disputadas en los años 1945, 1946 y 1947. En 1948 colapsó tamaña excelencia local por el éxodo de magníficos futbolistas a Colombia.

Cristina en política y Messi en fútbol comparten haber sido víctimas de los denuestos más insostenibles según sus respectivos desempeños. La matriz es la misma: un cóctel de rencor, envidia, frustración y necedad. La apoteótica despedida a Cristina tras su doble presidencia no tiene parangón en el mundo. A más de un año y medio de aquel acontecimiento impar, el núcleo duro que anima el macrismo (¿25 por ciento de la población?) la detesta como en tiempos electorales de 2015, remedando en esa por ahora soterrada violencia a los barrabravas gorilas del 55.

Y el caso de Messi es paradigmático. Ni en Madrid se atreven a difamarlo con el desparpajo de estos connacionales que lo resisten vistiendo la 10 albiceleste, culpándolo de perder las últimas cuatro finales de la Selección (tres Copa América y un Mundial), y hasta de que la divisa nacional no gane siempre. Parece absurdo, pero ni siquiera reconocen el mérito exclusivo de los cinco balones de oro que lo distinguen.

En todos los órdenes se comportan igual, en el fútbol como en la política: son negacionistas contagiados de una perturbadora y enceguecida pasión. No es cierto el atrofiado sentido común que vomitan a diario.