Por Julio Semmoloni

Retomo el criterio expresado en un aporte anterior para esclarecer el dilema que se plantea en la acción a emprender por parte de lo que se rotula y en general se consideró como “el kirchnerismo”. En uno de los párrafos, señalo: “El actual presidente no peronista mantiene indemne su capacidad de gobernabilidad, sin duda porque cuenta con la claudicación de una dirigencia que antepone su rechazo a cualquier vestigio de kirchnerismo en aras de no intimidar la fiereza de este oficialismo revanchista”.

En esa nota titulada Este modelo sólo cierra sin oposición, también decía que el kirchnerismo no tiene partido y tampoco se concibe como oposición cuando no está en el gobierno. Entonces, ¿qué debería hacer para recuperar el poder político mediante el ejercicio de otro mandato legítimo previamente obtenido en elecciones inobjetables? Ya no basta con la oportuna reutilización del lema Frente para la Victoria, aunque tenga legitimidad para hacerlo. Ahora debe construir en presente y desde cero una organización ágil, operativa y generosa para convocar voluntades e ideas que converjan en un proyecto común, a fin de articular la estrategia de poder a mediano plazo, darle continuidad, y sobre todo mayor proyección desde un nuevo gobierno a la limitada e inconclusa tarea desarrollada durante los 12 años y medio de kirchnerismo.

Dicho cometido no estará exento de riesgos. Si esa vigorosa movida política se regula a la usanza de los demás partidos (que suelen ser torpes, inoperantes y mezquinos), corre el mismo peligro que el peronismo clásico: más temprano que tarde se va a desvirtuar hasta pasar a ser un remedo indeseable. La misión renacería desde el llano y tendría el sabor de otra aventura quijotesca. Aún pervive una sensación palpitante: cierto entusiasmo y alguna voluntad latentes a flor de piel todavía impregnan los buenos recuerdos más recientes. Pero no es más que un corpus intangible que debe reconstituirse en expresión diáfana, convincente, sugestiva. De lo contrario, si la embrionaria vitalidad política es embutida en un partido similar a los restantes, se perderá tal vez por décadas otro impulso transformador y el accionar promedio resultante no hará más que convalidar el statu quo vigente.

Ni la oposición más cerril y enemiga puso en crisis al peronismo como lo hizo la gestión de Néstor Kirchner, a partir del solemne compromiso de éste en el primer día de gobierno: “No voy a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa Rosada”. Cómo fue posible, si el kirchnerismo devino del peronismo. Porque una cosa era el vigor transformador del peronismo en los 40, y muy otra la secuela de su ulterior encapsulamiento en el PJ. Desde luego que en la incomparable magnitud de ese gran movimiento que se tronchó hace mucho, siempre hubo sectores dispersos que preservaron aquellos ideales iniciáticos.

La grieta y la crispación frenética que se generó del otro lado de la propia grieta es consecuencia de lo mismo que provocó la irrupción del peronismo en 1945. Esta vez fue un kirchnerismo decidido a patear el tablero de la notoria decadencia argentina iniciada con la dictadura que impuso como nunca antes el terrorismo de Estado. Por primera vez desde la recuperación institucional de 1983, hubo un gobierno que aspiró a mucho más que terminar un mandato, se rebeló contra las urgencias del gran capital y desobedeció todas las reiteradas órdenes de pedalear en el sobreendeudamiento. El kirchnerismo sorprendió a propios y extraños porque quiso mejorar para siempre la situación de las mayorías populares, desafiando a la desconfianza y el odio de sectores medios y altos muy fastidiados y temerosos de compartir hábitos de gran consumo con renovadas mayorías no tan elegantes en la convivencia ciudadana.

Aun siendo desde su gestación netamente propositivo, el kirchnerismo no engendró la grieta ni trabajó para agrandarla. La grieta tuvo origen distinto y perverso: fue el rastro más feroz de la estigmatización a ese oficialismo con vocación para transformar la envilecida realidad de los vulnerables de toda índole. El valor simbólico de ese poder político superador resultó a menudo ajeno a los presumidos intereses de una artera clase media, que por inercia prejuiciosa o reacción de altivez, siempre veleidosa, cambió de vereda para enfrentar al gobierno que la nutrió de millones de nuevos integrantes.

Se avino a la incitada polarización con su conducta mendaz, tras la impronta kirchnerista de poner patas arriba el ordenamiento a gusto del establishment. Por eso forman legión tantos necios engrupidos que detestan agitarse por revulsivos implícitos como el crecimiento del empleo, la cobertura universal jubilatoria o la ampliación de derechos. Estos engreídos de poca monta concuerdan en el rechazo y el desprecio, como esas masividades intolerantes y desenfrenadas que muestran saña gestual victimizándose, porque vislumbran premonitorios ataques a una tranquilidad amordazada que defienden a ultranza debido a la reivindicación social de los sumergidos colonizados.

Por el elemental hecho de actuar conforme a principios, el kirchnerismo partió aguas cuando resolvió dentro del Derecho y con jueces y tribunales garantistas del país, ser el único gobierno del planeta que impulsó los juicios a todos los autores de crímenes de lesa humanidad. Partió aguas cuando no sólo sacó del desempleo a millones de mujeres y varones, también generó condiciones para que el poder adquisitivo de los salarios disputase una distribución de riqueza más equitativa con el capital concentrado. Partió aguas cuando recuperó para su administración desde el Estado benefactor los cuantiosos fondos ahorrados por los trabajadores, antes en manos de grupos financieros privados que los malversaban en su provecho, y tras el cambio administrativo potenció al máximo la acumulación (mediante la financiación de programas sociales y de producción) a valores que doblaron en dólares el monto de reservas del Banco Central. Aquel titánico empeño hoy agoniza y la cuantía de los recursos está en riesgo, probablemente en dirección a su paulatino deterioro, por la acción depredadora de los chapuceros gerentes de Macri.

El “deber ser” de un kirchnerista es ir contra la corriente como un andariego desafiante sin violencia, pues su único poder de fuego es el entusiasmo y las convicciones para mejorar. Hay que tener valor y valores para ir contra la corriente. Y qué es la corriente, al fin y al cabo. La corriente es la conformidad acrítica y mezquina que naturaliza la ignominiosa desigualdad social, el desencanto de una autoestima nacional por el piso, la resignación de país subdesarrollado, el derrotismo cipayo de la colonización pedagógica, los “derechos adquiridos” de patrones que  justifican su codicia atroz, la engañosa templanza inculcada por cultos religiosos preparados para anestesiar conciencias…