Por Julio Semmoloni

Frustración y nostalgia deben darle paso a la planificación de expectativas

Los reproches y la autocrítica suelen ser inevitables en las derrotas de todo tipo, pero es provechoso encontrarles la vuelta para que resulten bienvenidos.

Durante los últimos años de la gestión de Cristina, todo el heterogéneo arco opositor arreció con el anuncio rabioso del “final de ciclo” kirchnerista, como una ansiada comprobación maliciosa del fracaso del gobierno nacional. Los más agoreros lo vaticinaban ya a mediados del tumultuoso 2008. Fallaron una y otra vez porque el necio diagnóstico partió de un error político: pensar (o desear) que el kirchnerismo es distinto de lo que en realidad fue.

¿Y qué fue? Como superación del peronismo clásico u ortodoxo, nada más (y nada menos) que una transición hacia la construcción de una estructura de poder político para desarrollar definitivamente el país. Vale decir, en el mejor de los casos, el kirchnerismo se inventó a sí mismo como etapa intermedia, coyuntural del proyecto histórico más ambicioso que podrá fructificar en la medida que trascienda su base populista, aún anclada en el peronismo.

El gobierno de Kirchner-Fernández, de 12 años y medio de duración, ha sido uno de los más exitosos de la historia nacional. Dejó la vara tan alta que será difícil superarlo en cuanto a rendimientos concretos de bienestar aportado a todos los sectores, segmentados como quieran, a raíz de la participación por mitades en los ingresos totales de trabajadores y empresarios. Y en especial, dado el formidable alivio para el Estado y el gobierno que produjo el inédito desendeudamiento externo.

Durante cinco años fui columnista político de Radio Nacional Mendoza (2011-2015), y aferré mis elogios al conocimiento de estadísticas avaladas por organismos estatales y privados del país, más los periódicos informes de ONU, Cepal, G-20, Banco Mundial, BID, etc., en los que se reiteró y confirmó el progreso argentino, por encima de los demás países latinoamericanos, que a su vez también mejoraron notoriamente.

El kirchnerismo surgió imprevista e improvisadamente en el gobierno con la intención primaria de recuperar el país de la hecatombe provocada por las gestiones neoconservadoras. Cuando se hizo también del poder político por la vía legítima del consenso y la persuasión, se dio a sí mismo un proyecto integrador e inclusivo de ampliación y profundización de Derechos hasta lograr el desarrollo que satisfaga a todos los habitantes. La expectativa del salto de calidad definitivo afloró entonces como posible.

Pero el kirchnerismo empezó a decaer en su impulso transformador después de 2011, paradójicamente cuando Cristina obtuvo la victoria electoral más contundente desde 1916. Del otro lado del 54% no quedó nada en pie para disputar espacios de reticencia. El resultado espectacular auguraba una gran oportunidad para producir el despegue a la planificación del desarrollo de todas las potencialidades argentinas.

No fue suficiente lo hecho porque la propia contingencia excedió las precarias y limitadas capacidades. El relato kirchnerista languideció en igual proporción que la gestión alteró su audaz dinámica transformadora por una medrosa cristalización de hechos consumados, hasta perder la disputada hegemonía cultural un año antes de cumplirse el mandato de Cristina.

Entristece y genera impotencia ver hoy a miles de jovencitos que añoran el kirchnerismo tal y como fue desde 2003 hasta 2015. Sería bueno que tomen conciencia por ellos mismos, pues tienen la capacidad intacta de hacerlo, que ese período de nuestra historia política es irrepetible, tanto por lo que se hizo cuanto por lo mucho más que no se pudo o no se quiso hacer. Y si optan por evolucionar “a partir de”, ojalá deconstruyan los 12 años y medio para seguir adelante “desde”… Esta vez no desde el anquilosado populismo peronista (que fuera en su época el más admirable proyecto de América Latina), sino desde la derrota electoral de 2015, aprendiendo de su profunda significación adversa, que dejó trunco el camino a la construcción del Estado de bienestar que quiere y necesita la Argentina soñada.

Los peores reaccionarios son los que están a nuestro lado y “de” nuestro lado para engatusarnos con que todo lo vivido hasta acá “es lo que hay”. Jamás concebirán una transformación progresista que trascienda al peronismo y al kirchnerismo, aunque sin desecharlos, tal como insiste en hacerlo la izquierda anacrónica. ¡Cuidado! Hay conformistas que la van de realistas o pragmáticos incrustados en la militancia “profesional” y adocenada. Se parecen a los quintacolumnistas. Son los peores reaccionarios porque, a diferencia de “los de enfrente” que no son del palo, no están claramente identificados para preservarnos de sus cantos de sirena.

El dilema es que en el próximo tiempo no se podrá ganar elecciones sin el peronismo o con el peronismo en contra, por un lado, y porque también se requiere sumar la mayor parte del pueblo veleidoso que fue capaz de votar contra sus propios intereses el año pasado. Basta de halagos demagógicos a un ilusorio pueblo impoluto y abnegado. Los pueblos no sólo se confunden al igual que las personas. El drama es que también como las personas a veces suelen ser horribles.

Fastidia leer y escuchar a esclarecidos especialistas que no pueden entender por qué votó el pueblo colombiano contra el acuerdo de paz. Lo peor no fue el triunfo del No, sino la deserción del 63% del electorado que ni siquiera quiso ir a votar. En nuestro país no hubo nadie que votara a Macri pudiendo demostrar mediante datos fehacientes que el tándem Kirchner-Fernández empeoró deliberadamente la situación de sectores determinados (pudientes, clasemedieros o más vulnerables). Todos los segmentos, ¡todos!, estaban un poco o bastante mejor que en 2003 la noche de la apoteótica despedida en Plaza de Mayo, el 9 de diciembre último.

Sí, el pueblo argentino también puede ser horrible. Pero es siempre el único instrumento político inmanente que tenemos para que se convierta por fin en sujeto protagónico de su paulatino e integral avance hacia un paradigma de bienestar general que sea sustentable.