Foto ilustrativa: Fabián Sepúlveda (2016)

Por Valentina Mazziero

Me enamoré de una mujer siendo mujer, y eso desencadenó en mi vida una serie de largos procesos. Algunos internos, otros no tanto. Al principio fue una confusión desear a una chica, querer besarla, estar con ella, no como amiga sino como pareja. Pero todo se dio de forma natural, y la persona de la que me enamoré hoy es mi compañera.

Enamorarse no es algo complicado, el amor romántico al que nos han acostumbrado desde chicas no es el real. Ese tipo de amor que nos metieron en la cabeza desde pequeñas -ese en el que sí o sí necesitamos un príncipe azul- poco tiene que ver con las mujeres independientes que hoy la historia nos permite ser.

¿Por qué lo expreso desde una posición histórica? Porque de un tiempo a esta parte, las mujeres hemos podido preguntarnos y repreguntarnos nuestro rol en todos los ámbitos de la vida, planteando que desde las bases de una sociedad machista nunca vamos a poder tener un desarrollo pleno. Estamos acudiendo a una revolución feminista. Y siendo parte de ella, me di cuenta de que los primeros “peros” hacia mi relación con una mujer estuvieron relacionados con la falta de un hombre.

Cuando conté que estaba enamorada de una chica, una buena parte de las personas que me rodeaban me exigieron una explicación: “No te entiendo, siempre estuviste con hombres y ahora venís con una mujer”. Bueno, confusión aceptable y explicable: “Me enamoro de una persona y no de lo que tiene entre las piernas”.

Quien lo quiso entender, lo entendió. Pero hubo voces que siguieron preguntando: “Pero, ¿y no necesitás la fuerza de un hombre?” “¿No extrañás un pecho varonil donde acostarte?” “¿Y qué vas a hacer si alguna vez necesitan algo que una mujer no pueda hacer?” “¿Estás satisfecha sexualmente hablando?”. Es por esto que relaciono lo que me pasa con el feminismo. Todos estos planteos fueron hechos desde las enseñanzas de una sociedad machista: una mujer que no necesita a un hombre está equivocada.

Cuando conté que tenía novia, caí en la cuenta de que ella y yo pasábamos a pertenecer a una minoría. Una que sí ha conquistado derechos en la Argentina, aunque todavía está dando batalla por más. Hace casi siete años, un 15 de julio de 2010, se aprobó la ley 26.618 que permitió modificar algunos artículos del Código Civil. El cambio más importante se dio sobre el artículo 172 que definía al matrimonio entre “hombre y mujer”, expresión que se reemplazó por “contrayentes” y, además, se agregó: “El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos, con independencia de que los contrayentes sean del mismo o de diferente sexo”.

Esto no solo permitió que muchas parejas pudieran realizar una unión formal ante la ley y la sociedad, sino que además logró la visualización de algo que por mucho tiempo se negó: el amor entre personas del mismo sexo también es amor. No estoy diciendo que hoy la Argentina esté exenta de prejuicios, simplemente señalo que hay situaciones de la vida cotidiana que pueden observarse, con un mayor entendimiento, por parte de un buen sector de la sociedad.

Es así que, volviendo a mi caso, una gran parte de las personas que me rodean se alegraron por mí, porque entendieron que era simplemente amor. Debo decirlo, fue en esta serie de nuevos “peros”, que estoy por nombrar, que me di cuenta del gran peso de lo generacional. Las personas de mi edad, las que pertenecen a mi generación, lo tomaron como natural, pero hubo otras más grandes que no.

“Sos la primera en la familia a la que le pasa esto”. “Sos mujer, estás con una mujer pero no sos lesbiana, ¿qué sos?” “Y si alguna vez querés tener hijos, ¿cómo vas a hacer?”. “Seguro que estás experimentando, es algo pasajero”. “Me parece que estás confundida”. Fueron algunas de las cosas que tuve que escuchar. Es en esta parte donde se siente un poco de dolor. Una entiende que son personas que nacieron y vivieron de otra manera, pero los prejuicios nublan la mirada y hacen perder de vista lo importante, que en este caso es el amor.

Es en ese lugar donde no quiero caer. En el prejuicio. Las personas que me preguntaron y me plantearon la serie de “peros” que nombré, obtuvieron mis contestaciones desde la seguridad de lo que soy y siento. Fueron respuestas y explicaciones que di de corazón, esperando que se comprenda algo tan lindo y sencillo como el amor.

Así, por fuera de los prejuicios, es que entiendo que la víctima en esta situación no soy yo, tampoco mi novia, ni todas las personas que amamos de manera diferente a lo que nos dice la sociedad. Las víctimas son aquellas personas que no pueden ver más allá de lo que les fue impuesto. Llamale sistema, sociedad, estado, nombrá a la iglesia si querés. Esos prejuicios no son intrínsecos al ser humano, se nos van metiendo por los poros a medida que crecemos. Los aceptamos, los tomamos como lo que está bien y lo que está mal, y nos cerramos a eso.

Hoy siento que mi grano de arena, para la minoría a la que pertenezco, es poder sentarme a charlar con quién no entienda lo que me pasa. Es poder darle la mano a mi novia en la calle sin pensar en el qué dirán. Es también escribir esto, por si a alguien le pasó o le está pasando. Y, además, es poder elegir ser consecuente con lo que siento. Porque los prejuicios no son intrínsecos al ser humano. El amor sí.