Por Julio Semmoloni

La AFA padece una etapa de desorden administrativo e insolvencia financiera que no recuerda antecedentes. Tras la muerte del demonizado Grondona y el desalojo de su efímero continuador, institucionalmente el fútbol argentino languidece. El gobierno de Macri parece hacerse el desentendido, pero es un responsable directo de la situación adversa y rapaz que ha generado. ¿Hay una conexión misteriosa?

“Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo…”, escribió el más célebre ateo europeo en su relato para espabilar (y lo logró) a los proletarios decimonónicos. Sabemos que hasta los filósofos dicen que los fantasmas no existen, pero que los hay los hay. Y si el miedo mundano creó a los dioses, lo propio habrá acontecido con los fantasmas. Nada ni nadie como los dioses y los fantasmas podrían tener mayor entidad: fueron alumbrados por la más recóndita y frondosa imaginación humana. Disponen de una pertinaz existencia, salvo en la menos insensata racionalidad de los ateos y en el prudente escepticismo de nosotros los agnósticos.

Juguemos con la seriedad del autor de Homo ludens a que fútbol y política a veces son fenómenos culturales intercambiables, transversales. Hay fantasmas en uno y la otra. Por ejemplo, en los últimos dos años la Selección se inmoló por esos fantasmas: llega siempre a la final, pero no la gana (desde 1995 ha caído en 7 finales). Y encima ahora regresó el fantasma de no clasificarse (a Rusia 2018), latente y cada tanto activo desde 1969. En política, durante 12 años y medio se agitó el fantasma golpista (bajo el eufemismo “destituyente” de final de ciclo), como consecuencia de un pasado prolífico en interrupciones de facto, que curiosamente se inició el mismo año que la Selección arrugó ante el suyo: 1930.

Ese año cayó golpeado por primera vez un gobierno elegido con la ley Sáenz Peña: sólo bastó hacer desfilar a los cadetes del Colegio Militar (¡Radicales!). Y surgió el fantasma golpista, que más adelante se convertiría en fusilador y genocida. La AFA, a su vez, organizó la Copa América (primer torneo internacional de fútbol del mundo), inaugurada como la ley, en 1916, jugando la Selección de local, pero ésta salió segunda detrás del primer fantasma. Años después disputó la única doble final ecuménica de la historia (tras el empate a uno en 120 minutos y derrota 2 a 1 en el segundo e inmediato partido), en los Juegos Olímpicos de Amsterdam 1928. Pierde otra vez con el fantasma inicial. Y en 1930, finalista del Mundial de Montevideo, donde cayó 4 a 2 tras irse al descanso intermedio ganando 2 a 1. Reapareció el fantasma en el vestuario, golpeó fuerte con su paternidad en el segundo tiempo, y de nuevo la vacuna con su más apropiado silabeo: U-ru-gu-¡ay!

Los miedos a los fantasmas distorsionan la realidad del fútbol y la política. En el caso del fútbol, afecta a los jugadores; en la política, a los pueblos. En la perturbada mente supersticiosa se producen creaciones contrarias a la razón, hasta dominar la voluntad que permite la ocurrencia de fenómenos increíbles como si fuesen naturales. Por ejemplo: Messi desviando un penal por encima del travesaño en la final de Copa América, o Macri fortalecido por la opinión pública tras un debate de candidatos presidenciales donde era mejor no dar definiciones políticas (el tipo mentía como un tilingo, pero recuerden aquello de “la banalidad del mal”). Previamente, Messi había sido inhibido por el fantasma del derrotismo en finales, y los televidentes argentinos soliviantados por el fantasma de la antipolítica como panacea nacional.

Es paradójico y coincidente ver la Selección denostada como “segundona” por el hincha necio y el periodismo cloacal, aunque encabezando el ranking FIFA, mientras el gobierno kirchnerista era escrachado como el más corrupto de la historia, pese a que en 2015 Argentina ocupó su mejor lugar relativo en el mundo según el Índice de Desarrollo Humano de la ONU.

Esos fantasmas metieron tanto miedo que por estos días la Selección ahora sí está arruinada (cerca de la eliminación) y el país vuelve a exhibir indicadores de retroceso general similares a 2001. Para el estatus de la Selección (por historia, entre las cuatro mejores del mundo), no ir al próximo Mundial es igual a que un club muy importante descienda de categoría. Una catástrofe deportiva. Para nuestro país (con el IDH 2015 más alto de América Latina), el “cambio” destructivo de la obra realizada durante más de 12 años, equivale a empeorar las condiciones de vida de la mayoría e incrementar las ya graves desigualdades. Una calamidad social.

Pero a no tomarse al pie de la letra esto de los parecidos entre el fútbol y la política. Recuerden que se trata de un juego que no siempre presenta contextos similares. Por ejemplo, nunca olvidemos que su primer título mundial la Selección lo obtuvo en 1978. Tampoco es una evocación atinada lo ocurrido en 1969, cuando la Albiceleste no clasificó para el Mundial de México, mismo año del Cordobazo contra Onganía. No es incorrecto decir hoy que puede agitarse aquel fantasma deportivo. Sería engañoso, en cambio, comparar el régimen inconstitucional de entonces con el gobierno derechoso aunque legítimo de la actualidad, como también una patraña darle a Agustín Tosco, René Salamanca y Atilio López una estatura sindical equivalente a la vileza que desnuda el triunvirato compuesto por Schmid, Daer y Acuña.

“El infierno son los otros” dramatizó otro célebre ateo europeo, dándole el más crudo existencialismo a ese fantasma que trasmite la mirada ajena. Si parafraseamos alguno de nuestros más aguzados pensadores, podría concluirse provisoriamente que los profetas del odio y la difamación autóctonos le dieron existencia a los fantasmas de mayor infamia del último tiempo.