Por Julio Semmoloni

El pasado lunes 2 del corriente mes, por primera vez en casi un año, no se publicó esta columna, en razón de que el autor estaba con los preparativos de la presentación, esa noche, de su novela Secuela del rastro esfumado, en la feria del libro. EL OTRO, en un gesto periodístico que enaltece su compromiso con la diversidad de opinión, dio espacio el mismo día a una fundada y severa réplica a la anterior columna del autor, Reprimir o no reprimir, ahí está la grieta.

Estas líneas no deben interpretarse como una reiteración del enfoque sostenido hace dos semanas, ni mucho menos como la pretensión de prolongar un debate de ideas presuntamente antagónicas. De hecho, el autor podría suscribir varios párrafos del aporte crítico formulado, en parte porque le dan sustento al punto de vista sustancial que se desprende de la columna criticada, y en parte porque los elogios (observados) a la gestión de Cristina resaltaban por comparación histórica, y no por ignorar o apañar falencias y contradicciones cometidas.

Plantear una disyuntiva para acortar el camino del entendimiento rápido de una profunda discrepancia, no implica que la comprensión quede satisfecha tras un examen pormenorizado de la premisa que dio lugar al razonamiento acabado. Tampoco que sea refutable por completo mediante argumentos que pueden torcer el eje en un buscado debate. Bienvenido entonces el disenso, siempre y cuando el fervor de contrariar no resulte ajeno a una sana intención.

La disyuntiva “reprimir o no reprimir”, como toda disyuntiva, corre el riesgo de simplificar demasiado el complejo y abismal antagonismo ideológico entre kirchnerismo y Cambiemos. Si bien pone las cosas más claras, probablemente no resiste inquebrantable la comprobación minuciosa de doce años y medio de mandato. Pero si se altera la connotación simbólica sujeta a revisión, tal vez se incurre en otro diferendo mucho más afín con el sesgado interés de señalar los desaciertos y ambigüedades del kirchnerismo.

Esta columna (por rigor y transparencia profesional) no intenta propiciar la polémica directa, personal y a modo de carnada, porque quien la construye rechaza por experiencia el tipo de discusiones que solo busca obstinadamente el imperio de una valoración determinada. Durante poco más de cinco años (2011 a 2016), obró con igual criterio como columnista del principal programa periodístico de Radio Nacional Mendoza. Por eso se mantuvo al margen de cierta demagogia colonizadora de oyentes que implicó aceptar graciosamente cotidianas lisonjas, y también el exceso en tiempo y espacio para contestar esporádicas y breves críticas adversas de la audiencia.

Como quedó perfectamente aclarado, desde hace un año esta es una columna realizada por un colaborador habitual de EL OTRO, firmada por su autor, cuya visión profesional de la realidad nacional trasluce un posicionamiento político e ideológico cercano al kirchnerismo. Su opinión no debe ser tomada como un punto de vista necesariamente compartido por los editores del diario. Y debido a que en sus casi cincuenta entregas se le ha permitido al autor expresarse con inalterable libertad, resulta ecuánime dar cabida a posibles disidencias, en la medida que estas no vulneren el respeto ni degraden el trato.

En otras palabras, a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de los medios de comunicación que aparecen en los más variados soportes tecnológicos, quienes trabajamos en EL OTRO sentimos y percibimos que es un medio realmente independiente, en el sentido de poder realizar a conciencia lo que termina publicándose, sin camuflar ni desvirtuar una orientación política claramente puesta de manifiesto.

La honestidad y competencia que animan desde el principio esta columna, por primera vez adquiere un carácter autorreferencial. El autor pide disculpas a lxs lectorxs por este atrevimiento. No obstante guarda correspondencia con la “asombrada” contrariedad (¿enojo hacia EL OTRO?) de quien interpeló suspicaz a los editores, molesto por difundirse en este medio un enfoque sobre la política antirepresiva del kirchnerismo, tan opuesto a su consideración.

Dicho atisbo de intolerancia quizás surgió por no confiar en la posibilidad de que se atendiera el inicialmente destemplado reclamo. Nada más lejano a la intención democrática que motiva esta propuesta alternativa. Se concedió un espacio similar y en la edición del lunes último, atrayendo el interés específico con una sugestiva repetición del título original: Reprimir o no reprimir, ¿ahí está la grieta?

El genuino respeto a la opinión diferente parte de una convicción meditada durante la cotidiana praxis en circunstancias reñidas con la vigencia del estado de derecho. Esta oportunidad de discrepar, aun con aspereza, no es facilitada a raíz de un oportuno gesto de sutileza dialéctica. También aprovecha la ocasión de naturalizar una actitud comunicacional de ida y vuelta, que jamás es posible encontrar en los medios hegemónicos. ¿De qué otro modo podría expresarse a distancia del dominio corporativo, esta disposición abierta a intercambiar pareceres con madurez y honestidad?

El kirchnerismo desde el poder político formal fue capaz de construir un escenario de libertad de expresión hasta esos días nunca visto en la Argentina. Si bien a partir de 1983 paulatinamente pareció afianzarse dicho principio republicano, con la llegada de Kirchner a la Casa Rosada y las posteriores gestiones de Cristina mejoró notoriamente ese avance. Un proyecto presentado por Cristina en 2009 se transformó en la ley que eliminó del Código Penal los delitos de calumnias e injurias, para satisfacción de un viejo reclamo de las organizaciones periodísticas.

El mismo año, la expresidenta promulgó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, estableciéndose otra normativa para el funcionamiento y las licencias de los medios radiales y televisivos. Tenía el doble fin de evitar el crecimiento de la concentración corporativa e impulsar la participación de muchas otras voces. Dos años más tarde, aún fortalecido en el poder político formal por la más contundente victoria electoral, el kirchnerismo no pudo hacer cumplir la voluntad popular manifestada por mayoría en el Congreso.

Ese gobierno que tanto favoreció la libertad de expresión, hoy deteriorándose a diario, fue paradójicamente el más injuriado y calumniado. Sobre la base de tamaña vileza impune, Cambiemos y el resto anti K desarrollaron la campaña política arponeando la figura de la jefa de Estado aclamada espontáneamente por una multitud en su despedida, tras cumplir dos mandatos constitucionales.

Cuesta verificar a la luz de tan arduo propósito de ampliación de derechos, que Cristina no merezca ser reconocida (aun con falencias y contradicciones) como una cabal “portadora de valores republicanos”. En la actualidad, por contraste, su imagen entreabre la única ventana de esperanza para frenar el atropello de la planificada barbarie neoconservadora. La expectativa que ella genera causa pavor, envidia y recelo, porque frustra a quienes pueden ganar elecciones y refuerza el fracaso de los que siempre reciben el desaire de las mayorías.

Negar de plano que Cristina asumió el legado de Kirchner y endilgarle con sarcasmo que “el ajustado aparato de la represión de la protesta social es el legado de Cristina a Macri”, resuena con demasiada acritud descalificadora. Parece una opinión exaltada que busca exacerbar el ánimo, tal vez con el único afán de confrontar. Esta columna prefiere no entrar en esa puja, la considera estéril. Propicia una invitación a seguir criteriosamente vinculados, al solo reparo equitativo de la libertad para elegirnos.

 


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