En abril, una tremenda granizada puso en evidencia la ausencia del Estado para asistir a los barrios más vulnerables de Guaymallén. Jorgelina y Roberto son padres de una familia numerosa que todavía no logra recuperarse. Por desidia de la Municipalidad, perdieron todo y viajan diariamente veinte kilómetros para llevar a sus hijos a la escuela. Nueva crónica de los abandonados.

Fotos: Coco Yañez

Nada debiera sorprendernos a esta altura, pero cuando nos contaron la historia nos costó creer que fuese cierta. “Son ocho, no tienen nada, y todos los días se van en micro, desde Las Heras hasta Guaymallén, para que sus hijos vayan a la escuela”, nos relataron por teléfono quienes se comprometieron a contactarnos.

A las 13 hs. del miércoles nos esperarían en “la plaza que está frente a la escuela Próceres de la Independencia”, decía el mensaje de texto. Allí estaban aguardándonos Jorgelina y Roberto, ambos sentados en un banco, para desgranar con ansiedad su relato de resistencia y, quizá sin quererlo, la repetida historia de los desahuciados sin Estado.

“Nosotros estábamos alquilando a cuatro o cinco cuadras de acá, en el barrio 17 de noviembre. El dueño de la casa nos alquiló sin garante y sin bono de sueldo, nos gastamos casi ocho mil pesos entre anticipo y deposito”, comienza diciendo Roberto, mientras describe a esa vivienda como un salón construido con ladrillos trabados (sin vigas), detrás de otra vivienda entregada por el IPV.

En esa casa, de un solo ambiente con un baño compartido con otros inquilinos, la pareja vivió con sus seis hijos, hasta que “la piedra fuerte de abril” terminó por complicar las cosas. “Más antes, cuando había lluvia, se llovía el techo –recuerda Roberto-. El dueño de la casa no lo arreglaba, y con el granizo que cayó se terminó de romper una parte. Bastaba con que tiraran unos palos y unas tablas arriba, hasta que pudiera arreglarlo bien, pero no quiso hacerlo. Yo me ofrecí a arreglarlo, pero el dueño no quiso”.

Cuenta Jorgelina que entonces acudieron a Desarrollo Social de la Municipalidad para reclamar por el estado de la vivienda. “Nos dijeron que podíamos llegar a una mediación con el dueño –relata-. Hablamos con uno de los abogados de la Municipalidad y nos hizo los papeles de la mediación, pero nos dijo que no se podía hacer nada, porque nosotros habíamos alquilado sin contrato, y no había papeles de recibo”.

Ese mismo día, cuando regresaron al hogar donde vivieron durante siete meses, se encontraron en la orilla de la vereda a un policía custodiando sus pertenencias. “¿Los echó el dueño?”, les preguntamos asombrados. “Exacto”, contestó Roberto como asegurando una obviedad, con la misma naturalidad tal vez con que ese agente custodiaba el orden de un propietario, quien decidió unilateralmente violar principios jurídicos elementales.

Se quedaron en la calle, literalmente, con sus seis hijos. Nuevamente fueron a pedir, sin suerte, ayuda a la Municipalidad. Les dijeron que no podían hacer nada “porque no éramos, propietarios, no teníamos garantes, no teníamos contrato ni papeles”, recuerda Jorgelina. Roberto la interrumpe y completa: “Esa misma noche vino mi papá, cargó las cosas en su camioneta, mi hermano otro poco en un auto, y nos fuimos a vivir a un asentamiento en El Sauce. Un hombre me vendió una casita, me dijo que se la fuéramos pagando de a poco, $2500 por mes, una casa precaria de esas de asentamiento, de ladrillito trabado nomás, más o menos igual que donde estábamos viviendo”.

Nunca perdieron de vista que lo más importante era que sus hijos no abandonaran la escuela. Por eso, a pesar de todo, diariamente viajaban desde El Sauce hasta la calle Sarmiento y Malvinas Argentinas de Guaymallén (unos 5 km.) para que los niños no perdieran un solo día de clases, y ellos pudieran “changuear en el centro” para hacer la diaria. Desde hace varios meses, Roberto y Jorgelina no consiguen un trabajo más o menos estable, y es por eso que se dedican a barrer veredas, limpiar acequias, cortar el pasto o podar plantas casa por casa.

Una tarde, de regreso a El Sauce, se encontraron con que los habían desvalijado por completo. “Fue a la semanita, nomás, no nos dejaron ni respirar”, recuerda el padre. “Habíamos cobrado el retroactivo de la Asignación (Universal por Hijo), y habíamos comprado colchones y mantas para abrigar más las camas, pero no nos dejaron nada, nada, nada…”, se queja la madre.

Si hubiesen vivido en un barrio de clase media, tal vez la noticia habría ocupado un lugar en las páginas de los policiales de los diarios. Pero vivían en una “villa”, según el glosario oficial y mediático, y allí la inseguridad pareciera tener otro nombre más parecido a la impunidad.

El dueño de la “casita” no cumplió su palabra. Les pidió que la desocuparan porque “había vuelto con su mujer”. De nuevo, los ocho literalmente en la calle. Pensaron en armar lo que fuere cerca de unas vías del tren, pero se convencieron de que lo mejor sería acudir a los familiares más cercanos para no exponer a los niños. “De ahí nos fuimos a El Algarrobal –dice Jorgelina-, al fondo de la casa de mi mamá, donde estamos ahora, que es otro asentamiento”.

Roberto describe las condiciones de la nueva casa: “No es más que una carpa de cuatro palos parados, seis tablas en el techo y un solo nylon. Dos metros, por dos metros”. “Se transpira la helada cuando hace frío”, acota su compañera.

No es difícil imaginar, más difícil es sentir, el frío que por las noches hace en ese lugar. Roberto nos saca algunas dudas: “Nos repartimos las pocas frazadas, tenemos dos para cada uno (habla con los ojos cristalinos pero aguanta el llanto), pero le voy a ser sincero: nosotros muchas veces no nos tapamos para tapar a los chicos, y después nos arrimamos a ellos para calentarnos un poco”.

Jorgelina y Roberto llevan diecisiete años juntos. En el diálogo, en las coincidencias, en el respeto que se tienen, y en la amorosa forma en que demuestran cuidar a sus hijos, evidencian una fortaleza común admirable. La vida los ha curtido demasiado. Él, quien perdió un hijo en enero de este año, insiste con que no quieren que los niños dejen la escuela, y puntualiza en “esa escuela” donde ahora mismo, mientras hablamos, ellos reciben educación y protección.

La casa de El Algarrobal (Las Heras) queda a unos 20 km. de Guaymallén. Diariamente, la pareja y cinco de sus hijos se toman dos colectivos para llegar a la escuela. “Nos levantamos cinco y media, seis menos veinte. Desde El Algarrobal hasta el Centro demoramos una hora, y desde el centro hasta acá unos 40 minutos”, dimensiona Jorgelina y precisa el costo de esa travesía cotidiana: “Lo principal es juntar la plata de todos los días para el micro, necesitamos casi $250 para ir y venir. Cargamos las tarjetas con la Asignación Universal, pero también tenemos otros gastos”.

La primera pregunta que nos surge, como si tuviéramos alguna autoridad para cuestionar, es por qué no los llevan a una escuela de El Algarrobal. Los padres nos piden prudencia, nos aclaran que hay atendibles razones, ciertos riesgos que se reservan de explicarnos, y remarcan: “En esta escuela están bien, tienen comedor, almuerzan, desayunan, por lo menos la comida, que a veces no se las podemos brindar, acá la tienen”.

Con inagotable persistencia, Jorgelina y Roberto siguen golpeando las puertas del Estado para pedir ayuda: frazadas para sus hijos, asistencia económica para costear los pasajes o alquilar una vivienda en Guaymallén. La respuesta, desde Desarrollo Social de la Municipalidad, siempre es la sinrazón. “La asistente social de la Municipalidad nos dijo que buscáramos casas donde alquilan piecitas, sin contrato, sin bono de sueldo. Hay piezas de tres por tres, o tres por dos, pero ¿dónde nos vamos a meter nosotros que somos ocho?”, plantea Jorgelina, con lógica elemental. “En los lugares que hemos visto nos piden dos garantes con bono de sueldo y uno con propiedad. Necesitamos diez mil pesos, cinco para el mes de depósito y cinco para el alquiler”, dice Roberto bañándonos de realidad.

La responsabilidad se patea de uno y otro lado. Los funcionarios de la Municipalidad de Guaymallén dicen que no pueden ayudarlos porque la familia tiene paradero en El Algarrobal. La comuna de Las Heras argumenta que nada puede hacer porque los desamparados tienen domicilio en Guaymallén.

Mientras tanto, todos los días Jorgelina y Roberto changuean y apelan a la solidaridad para pagar los pasajes y juntar unos pesos para la comida de la noche, que muchas veces suele ser un té con pan, o unos fideos flotando en un caldo. Religiosamente deben tener para la Red Bus, si no les alcanza para todos –comentan- se tienen que ir caminando, “porque ahora los choferes no te dejan subir si no tenés boleto, porque te puede llevar preso la policía”.

“En dos ocasiones nos fuimos caminando porque no teníamos plata para el colectivo. La nena de seis años lloró todo el camino”, cuenta con dolor Jorgelina. “El otro día llegamos a las diez y media, y habíamos salido de acá a las seis de la tarde”, recuerda Roberto.

Así las cosas en el reino del “abanderado de los gorilas“, tal como se autoproclamó Marcelino Iglesias, el intendente de Guaymallén.

 


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