Foto de portada: Simón Hernández, el único motofutbolista sobreviviente.

No existe un solo ser humano nacido en Luján, y mayor de cincuenta años, que cuando me cruce no me hable de mi abuelo. Sobre todo después de que murió el año pasado, me han llovido a baldazos anécdotas del Pirincho, todas pintándolo como un tipo digno, comprometido, de solidaridad inabarcable. Pero la historia que a mi más me gusta de él, es la que le significó más reproches, la menos noble, la que nunca me pudo contar directamente, quizás por vergüenza. La historia de cuando inventó el motofútbol.

Texto: Lucas Debandi
Fotos: Emiliano García

Si uno googlea “motofútbol”, internet brinda algunas imágenes posmodernas de unos rusos de Ekaterimburgo intentando ser noticia en los portales web de excentricidades. Pero el verdadero deporte se creó hace más de cincuenta años, en Luján de Cuyo. Fue cerca de 1960, cuando mi abuelo Pirincho tenía cerca de veinticinco años. Su papá, que era contratista, le había regalado, con mucho esfuerzo familiar, una Siambretta. Era una flamante versión argentina de la Lambretta italiana, un vehículo intrépido, cómodo, elegante, un salto de calidad para la vida de cualquier joven peatón lujanino. Era, además, un depósito de confianza paterna en el proyecto de hombre de bien que era en ese momento mi abuelo. Que estrenara la motoneta jugando un partido de fútbol fue, supongo yo, el peor disgusto que le dio a su viejo en toda su existencia.

El Centro de Estudiantes de Luján

Para reconstruir el partido conseguí tres testimonios: el de mi abuela Ivonne, el del Rolando (hermano de mi abuelo) y el de Simón Hernández, el único motofutbolista sobreviviente. Todas esas voces me llevaron al mismo punto: El Centro de Estudiantes de Luján.

El Centro de Estudiantes era un grupo de pibes y pibas que estudiaban en el centro pero vivían en Luján. Una de las primeras organizaciones juveniles de la sociedad civil de las que tenga registro el departamento. Sus reuniones se producían en el colectivo o en la biblioteca Alberdi, fundada por un anarquista, que tenía en el centro una mesa de billar gastada de tanto usarla. Cocinaban bailes, actividades culturales, deportivas y una incipiente acción social.

Varios empezaron a tener motos y a las actividades se les fueron sumando carreras de obstáculos, acrobacias. Simón Hernández, que participó y recibió premios en más de una, cuenta: “Nos juntábamos en mi casa y se nos ocurría hacer una carrera hasta Vallecitos ida y vuelta. El último pagaba el cognac para todos”. De esta vorágine aventurera, despuntó el primer partido de fútbol sobre ruedas de la historia. Fue en la cancha del Bajo, de Luján Sport Club. Un equipo lujanino contra otro de Maipú; el campo delimitado de forma temeraria con troncos perimetrales. En ese contexto, y contra todos los consejos familiares, mi abuelo estrenó su primera y última motoneta.

Deportes extremos eran los de antes

Nada hacía pensar que las motos o los jugadores fueran a terminar el partido intactos. Y no. Ante la mirada atenta de los amigos, preocupada de las novias y enfurecida del canchero, los motociclistas se raspaban los codos, se abollaban los guardabarros y surcaban el campo con frenadas imborrables.

Simón Hernández recuerda a mi abuelo yéndose contra la tela de alambre, poniendo el brazo para frenar y quedando enganchado desde la muñeca con una pirueta peligrosísima, mientras la moto se perdía sin rumbo para cualquier lado.

Rolando Concatti , mi tío abuelo, se acuerda de una pelota en profundidad a espaldas de los defensores maipucinos que su hermano corrió con el acelerador a fondo de la Siambretta. Llegó a cruzarle un disparo al arquero pero nadie se fijó si terminó en gol, porque se quedaron siguiendo la carambola de la moto que no pudo frenar y se desparramó después de golpear contra el poste del arco. Fiel a su estilo, contra todo escándalo, el Pirincho sacudió su humanidad, hizo señas tranquilizadoras, enderezó la motoneta y siguió jugando. La horquilla estaba doblada y trizada, no se pudo arreglar y él se ganó los telodijes familiares que lo acompañaron por el resto de sus días.

El partido lo ganó Maipú, y el canchero entonó la voz del sentido común y se encargó de que esa experiencia no se repitiera nunca más. Pero ese día se grabó en los ojos de todos los que estaban ahí, inquietándoles los modales y regalándoles una buena anécdota para su descendencia.

Apología de la aventura

Los primeros motofutbolistas de la historia seguramente fueron tachados de inconscientes hace sesenta años, y serían tachados de inconscientes también en 2017. Y justamente por eso me parece urgente reivindicar a ese grupo de muchachos con sed de aventura. Casi me desespera poder decir lo importante que es para el mundo que algunas personas decidan cruzar ciertos límites, aunque sea para divertirse.

Ese grupo de pibes estudiantes comprendió, quizás, que es necesario desafiar algunas barreras culturales para reescribirlas, para reinventarlas. Lo comprendieron, quizás, de la misma manera que lo comprendió ese otro motociclista argentino, mitad rosarino, mitad cordobés, que por la misma época apuntó su moto a Latinoamérica y no paró hasta protagonizar la revolución más importante de nuestro tiempo, en el patio trasero del imperio yanqui.

Por eso, cuando algún derrotado me viene a decir que Mendoza es una provincia conservadora, que mejor guardarse, que por estos lados nunca pasa nada; yo les contesto que mi abuelo, hace sesenta años y en la cancha de Luján, inventó el motofútbol.