Literatura de acá

Por Lucas Debandi
Ilustración: María Florencia Mestre

“La feria es un mar de gente, si te llegás a perder no te encontramos nunca más. Agarrame siempre fuerte la mano y no me la soltés”. Esa frase se quedaba resonando en mi cabeza de cinco años, se grababa a fuego. Muy rara vez una madre sentencia las palabras “nunca más” a un chico tan chico con ese nivel de seriedad. Muy rara vez le traslada de esa manera a un niño una parte tan grande de la responsabilidad por su propia vida. El ser humano es una especie de mono que nace muy prematuro, que en sus primeros años depende excesivamente de sus cuidadores. Es muy especial la situación en la cual debe valerse casi exclusivamente por sí mismo para sobrevivir durante sus primeros pasos en este mundo. Por eso las palabras de mi vieja se me marcaron fuertes, y me prendí de su mano, entendiendo que de eso dependía mi vida.

La feria no era un mar como me habían advertido, era más bien un río. Un río ancho y caudaloso, de una corriente brava y constante de gente, de unas dimensiones que yo nunca había visto. Y encima estaba en Chile, un país donde no solamente el acento era distinto, sino que además algunos de los pocos gestos que yo había aprendido para comunicarme con las personas tampoco servían.

Yo sabía contar hasta 19, pero la cantidad de puestos en esa feria era muchísimo mayor. Cebollitas en vinagre, linternas para la frente, ropa usada de otras épocas, zapatillas nuevas, aceitunas del Guajo (con amargo y sin amargo), muchas paltas, mote con huesillo, aritos, taladros fabricados en China, bolsos y mochilas, duraznos pelones, brochettes de pollo y de cerdo, lentes de sol, toallones con el escudo del Colo Colo, empanadas de hostión y queso, bolsitas de machas y de locos, limones comunes, grandes y chiquitos, hamacas paraguayas, helados, radios de bolsillo, cuchuflí, maní, barquillo y juguetes, más juguetes juntos que en una juguetería: dinosaurios de caucho impresionantes, espadas con luces, soldados completamente articulados que venían con 4 armas cada uno, pistolas de agua con cartuchos recargables, botes inflables amarillos para navegar en el mar, juegos de construcción con tuercas y tornillos de plástico gigantes para armar máquinas de mentira… Mi vida dependía del apriete de mi mano, pero mi infancia pudo más que mi responsabilidad de niño, y me perdí viendo los juguetes de fantasía que proliferaban en esas tierras trasandinas.

Tomé consciencia de que le había soltado la mano a mi mamá cuando ya era demasiado tarde. Miré para todos lados en el pequeño radio que alcanzaba mi visión entre personas apretadas que medían el doble que yo, pero no encontré ninguna cara conocida. No tenía idea de dónde estaba la entrada de la feria o el auto, ni menos de dónde quedaba la casa que estábamos alquilando, ni muchísimo menos de para qué lado quedaba la Argentina. Empecé a recorrer la feria caminando rápido, arrastrado un poco por la corriente humana, haciendo puchero pero sin soltar el llanto. Entendía que tenía que estar lo más lúcido posible para reencontrarme con mis seres queridos, que me estaba jugando la vida. Me invadían imágenes terribles de cómo sería afrontar los días sin el confort de mi familia, hasta escuchaba una voz que me recriminaba el aburguesamiento de haberme acostumbrado a la comodidad de que me garanticen el techo y la comida, siendo que desde los 3 años, es decir desde hacía casi la mitad de mi vida, ya intuía cómo se resolvían esos problemas fundamentales del hogar. Apretaba los dientes para no pensar y ya corría (o nadaba), aferrándome a la esperanza de recuperar mi vida familiar, de sostener la dependencia aunque fuera algunos años más, porque pensaba que a los 10 ya iba a estar preparado para enfrentar el mundo por mi cuenta, y en la Argentina, no en un país desconocido donde la gente se hablaba tan rápido y de tú.

Las lágrimas me empezaron a recorrer las mejillas cuando sentí que me levantaron desde las axilas. Un adulto desconocido (de esos a los que no hay que aceptarle los caramelos) me agarró sin preguntarme y me subió a sus hombros. Alcancé a darme cuenta de que era una mujer, de unos treinta años, morocha, con el pelo largo, chilena. No entendía bien la situación, hasta que la mujer empezó a aplaudir. Entonces un grupo de unas quince personas se fueron dando vuelta y, formando una ronda alrededor nuestro, se sumaron al aplauso. Era un aplauso cerrado, continuo, y todos con los ojos puestos en mí: sin ninguna duda era yo el objetivo del festejo. Entonces, como una revelación, me di cuenta de lo que estaba pasando: Esas personas eran una comunidad que vivía en esa feria, que se habían perdido allí cuando eran chicos, y que habían crecido acompañándose unos a otros, formando una especie de clan durante toda su existencia, atrapados y sin poder irse nunca de ese lugar. Aquel era un festejo de bienvenida, un ritual por el que pasaban todos los niños perdidos que se incorporaban a ese raro estilo de vida, condenados a vagar eternamente entre mucha gente y ropa usada, durmiendo en los puestos cerrados como si fueran carpas, alimentándose de aceitunas, uvas verdes y cebollitas en vinagre que les regalaban los vendedores.

Exploré cada una de las caras de los aplaudidores, sin poder resignarme a que esas mujeres y esos hombres extraños serían, de ahora en más, mi familia. Ahí el llanto me explotó desde la garganta como un vómito de sangre contenido. Y mientras lloraba a los gritos me atormentaban la mente unas imágenes de mi mismo pero ya adolescente, dentro de unos años, con la misma ropa que llevaba puesta en ese momento pero ajada, quedándome extremadamente chica, con la punta de las zapatillas cortadas para poder sacar los dedos de mis pies grandes, muerto de hambre, intentando comer una cebollita en vinagre pero con la lengua asqueada y retorcida de tantos años sobreviviendo a base de ese gusto tan ácido. Me imaginé con envidia a mis amigos del jardín, del otro lado de la cordillera, creciendo como chicos normales, yendo a la escuela, durmiendo en sus camas limpitas, comiendo comida caliente que les hacían sus madres, que además les daban besos y los abrazaban… No pude evitar imaginarme la vida cotidiana de esos pibes que vivían cerca de mi casa en Mendoza, que dormían en la calle, que revolvían la basura, esos que veía todas las semanas sin pararme ni un minuto a pensar en lo duro de sus días.

Deben haber pasado unos diez minutos de aplauso cerrado hasta que pude ver a mi abuelo entre la multitud, que me venía a rescatar cuando yo ya pensaba que no había más remedio que cambiar mi vida para siempre. En el momento en que me encontré con mi vieja, y fui saliendo del estado catatónico, ella me explicó que esa gente que me había encontrado hacía palmas en forma de alarma, que de esa manera la familia del chico perdido se orientaba para encontrarlo siguiendo los aplausos. Pero esos veinte minutos terribles que estuve perdido no se me borraron con esa explicación tan lógica. Fueron los veinte minutos más trágicos de mi vida. Porque no hay que entender de física profunda para darse cuenta de que el tiempo es relativo. Las personas vivimos en este momento, pero inventamos eso que se llama tiempo para estirarlo y apretarlo como si fuera un chicle. Uno está siempre en el presente, pero también está en los lugares que lo marcaron para llegar a este presente, y a la vez está en los lugares a los que espera llegar en el futuro. A los cinco años empecé a entender que las personas vivimos todo el tiempo proyectadas, para atrás y para adelante, pasado y futuro, condensando en cada instante el largo entero de toda nuestra vida.