Todos tenemos una historia que contar y yo tengo la mía. Mi nombre es Paola Legay y mi testimonio es el de la violencia contra la mujer, violencia policial e institucional; contarlo es el objetivo de esta escritura. Ponerle nombre a mis heridas y agresores porque sí, porque de seguro alguna mujer está viviendo, o vivió algo como esto y ella debe saber que tarde o temprano podemos rescatarnos a nosotras mismas de esa densa noche. Para llegar a ese rescate hay que trabajar duro, y es posible, doy mi palabra.

Por Paola Legay
Fotos: Coco Yañez

Todos tenemos una historia que contar, algo que transmitir para que la condición humana nos resulte de tanto en tanto un poco menos egoísta. Contar para transmitir y también para sanar: al expresar mediante el lenguaje aquello que nos daña lo hacemos visible y le restamos poder, le damos un nombre y deja de ser esa especie de malestar o de agresión o de herida o de insulto que de tan fuerte que pega agazapado y, a oscuras, hace de nosotros una pelota de trapo que rebota de pared en pared. Si hablamos de ello lo bautizamos, ponemos en palabras lo que muchos otros prefieren mantener en el anonimato y el silencio cobarde.

Existen leyes que describen a la perfección qué es la violencia contra las mujeres, de qué maneras se ejercerse, las medidas preventivas o de protección, las obligaciones del Estado, etc.; es la ‘letra dura’ del asunto. Por ejemplo, mi historia tiene el matiz de lo novedoso por ser la primera vez que en Mendoza se logra una medida de protección bajo la ley 26.485. Pero me interesa contar el otro lado, el costado íntimo y subjetivo que se vivencia como mujer bajo condiciones de violencia institucional, y si alguna se siente reflejada, ni dude un instante en recurrir por ayuda.

Lo mío, “mío”, así, apropiado más nunca elegido, comenzó hace 12 años en un organismo interno de la policía provincial. Única mujer y primera en ese sitio, un dato que debí tener en cuenta antes de embarcarme en la maratónica batalla que aún no termina -nótese un dejo de autoinculpación-. El detalle de lo que “un grupo reducido de policías con 2 jefes a la cabeza” me hicieron, consta en numerosas entrevistas y expediente judicial, Google los orientará. Desde insultos y burlas cotidianos hasta dosis generosas de pimienta y escupitajos en mi comida, desde Memorandos internos prohibiendo mi acceso a determinadas oficinas porque “causa distracción en el personal masculino”, hasta defecar, sí, cagarse literalmente, sobre mis ropas de trabajo. No ahondo en detalles, dejemos el morbo bajo tierra.

¿Qué sentí? Pues que debía aguantar, hacer silencio y obedecer porque la mantención de mi familia dependía de ese trabajo. Lloraba cada mañana al ingresar al Cuartel, cada vez que debía usar el baño junto con mis agresores, cada vez que volvía a casa. El llanto era mucho y constante. Impotencia. Soledad. Miedo. Dolor de panza. Mal dormir. Mal comer. Fumar en demasía. “Me lo merezco por inútil”.

Luego empecé a defenderme tímidamente, a pedir igualdad de trato y de acceso a las capacitaciones laborales. Más adelante redoblé la apuesta obligada ya por las circunstancias: ellos lo dijeron claramente ‘las mujeres no sirven para esto’. Finalmente, y esta es la parte más bonita creo yo, pude insertarme en las mismas labores que mis colegas varones a la perfección: atendí llamadas de emergencia y activé sirenas de alarma, conduje la 1ra y la 2da dotación de bomberos, rescaté personas atrapadas en autos luego de un accidente vial, rescate animalitos, extriqué cadáveres, aprendí a extinguir incendios y los extinguí, de campo y urbanos, también en altura, aprendí a realizar pericias y nudos, como Oficial a cargo de las intervenciones tuve un grupo de colegas maravilloso y un pitonero de lujo que hasta el día de hoy es mi amigo.

Pese a esto, o precisamente por esto, las agresiones fueron en escalada de una manera insoportable, muy denigrante y dolorosa. Finalmente las autoridades lograron mi traslado a otra unidad policial, lo que confieso me causó cierto alivio. Con el cartel de “buchona” en la frente inicié un peregrinaje que continúo hasta hoy. La traición se paga caro detrás del muro azul.

En estos 12 años me convertí/convirtieron en una traidora. Me calificaron primero como “puta” y después como “homosexual”, como si esto le restara gravedad a sus actos violentos; más tarde dijeron que estaba loca, y hace pocos meses, un vocero sin nombre del Ministerio de Seguridad declaró en un medio periodístico que soy “una denunciadora serial”. Ya ven, la típica inversión de la carga de culpas.

Los denuncie en más de 5 organismos, hice declaraciones en sede policial, judicial, y administrativa, presenté cientos de pruebas. Ningún abogado/a se animó a tomar el caso, hice pedidos desesperados de ayuda a todos los organismos públicos y no públicos, que entienden en asuntos de género; mi casa, mis hijos, y yo misma, padecimos sucesivos hechos delictivos, asaltos con y sin armas, con y sin golpes en las costillas, mensajes mafiosos. Mi cuerpo somatizó año tras año y apareció la hernia de hiato, la úlcera estomacal, los miomas, la extraña fluctuación de peso, las migrañas, las pesadillas, las crisis de angustia profunda, más conocidas como ataques de pánico, la desorientación en tiempo y espacio, el bruxismo, la imposibilidad de sentirme a gusto con la vida y con mi trabajo, ausencia de autoestima, no atender los teléfonos, no abrir la puerta de casa a nadie, no salir de casa, no salir de la habitación, no salir de la cama… no ser más yo: yo ya no era yo, pasé a ser lentamente y sin darme cuenta un objeto de sus agresiones, un objeto sin estatuto de persona.

Una y otra vez me privaron de mi sueldo, me vi obligada a tomar licencia tras licencia para sortear el salvajismo de una institución acostumbrada a cargar las culpas siempre en el más débil. “Qué habrás hecho vos para que tus compañeros policías te traten así”, fueron las palabras de una psicóloga de Sanidad Policial cuando acudí a ella en busca de protección. Salvo el INADI y la Oficina de la mujer de la Corte provincial, absolutamente nadie me brindó ayuda alguna por muchos años. Nadie, en ningún lugar.

Después llegaron los tratamientos psicológicos, un excelente psiquiatra que con el arte de la medicación justa y oportuna alivió los tremendos sucesos de pánico, el fortalecimiento subjetivo empezó a florecer. Yo empecé a ser yo y a rescatarme de la barbarie. Mi familia se reorganizó y mi cuerpo se equilibró. Llegó también una abogada que le dio forma de demanda judicial a esta historia porque sí, porque las mujeres víctimas de violencia tenemos derechos y los agresores deben responder por lo que hicieron.

Hoy estoy de pie, sostenida en primer término por mí misma -y esto es muy importante- sostenida por mis amistades de oro y una familia por demás contenedora. El juicio sigue adelante a paso de caracol, me dejaron sin trabajo hace un año y poco más cuando en medio de una crisis nerviosa con desmayo incluido, sepan que así es nuestro cuerpo cuando colapsa, las autoridades de Seguridad me hicieron responsable de “no haber cuidado mi trabajo”, desconociendo por completo la medida de protección vigente que me cubre y que les mencioné renglones atrás como pionera en nuestra provincia. No percibo sueldo desde hace casi ocho meses, subsisto del trabajo de mis hijos, de la colaboración invaluable de amigos que pagan mis cuentas o me proveen víveres… así de simple, sin vergüenza. También recibo la generosa suma de 250 pesos mensuales a modo de subsidio estatal por mi condición de víctima de violencia. Estoy a punto de rendir la tesis de Licenciatura en Psicología, una carrera que estudié gracias a una beca.

Sufrí mucho y profundamente cada agresión, pensé en renunciar mil veces mas no lo hice porque presentí que antes o después todo serviría para algo, he aquí la lección: las mujeres sí tenemos derechos, sí podemos trabajar como bomberas, sí merecemos un trato digno e igualitario en cualquier institución; nadie puede agredirnos en nuestro trabajo ni en ningún otro sitio, nadie puede escupirnos ni golpearnos ni violarnos ni hacer caca sobre nuestra ropa. Las mujeres somos igual de valiosas que los varones. Existe legislación que nos cuida y gente dispuesta a cobijarnos.

Esta es mi historia: fui víctima de violencia policial e institucional por mi condición de mujer. Tanto mi familia como yo padecimos esta situación. Si te ves reflejada en algún pasaje de ella, si tu cuerpo o tu mente padecen alguno de los síntomas que describo, debés saber que no estás sola; si yo me rescaté de tantos infiernos a lo largo de 12 años, vos también podés, sin vergüenzas y con todo el amor propio del que cada ser humano es capaz de brindarse. Leé mis palabras y dame tu mano hermana.

#NiUnaMenos