Hace cuatro años que M. busca un lugar para resguardarse con sus hijos. La supervivencia a pesar del Estado. La solidaridad como única posibilidad de enfrentar a la violencia del entorno y al maltrato institucional. Entrevistamos a M. junto a Silvina González, referenta de la organización Unión, Superación, Progreso y Amor.

Fotos: Coco Yañez

M. y Silvina González.

M. es una mujer joven, madre de tres niños, que vive en situación de calle desde que el padre de sus hijos los echó de la casa que construyeron juntos. La búsqueda de un techo la llevó a refugiarse en viviendas de familiares y amigos, también en hogares de mujeres solidarias que ya atravesaron por esa misma situación.

La precaria supervivencia de esta joven se agravó hace un mes, cuando, por accidente, se incendió la casa en la que habitaba con sus hijos y otras mujeres con niños y niñas que transitan historias similares. Las llamas se llevaron la esperanza de establecerse durante un tiempo y revivieron los miedos de “volver con el violento”. No sería la primera vez. En los siete años que duró su matrimonio, M. varias veces quiso cortar la violencia machista huyendo de su casa, pero la falta de contención familiar y la ausencia de las instituciones la obligaron a volver.

“En los siete años que estuve en pareja, lo denuncié muchas veces porque me pegaba, alrededor de diez denuncias por año, pero nunca el Estado me protegió. Cuando llegaba la policía a mi casa me decían que yo me tenía que ir para que dejara de maltratarme”. La desidia estatal se mantiene intacta. Luego del incendio, M. buscó protección en dependencias provinciales y municipales sin encontrar respuestas.

“En la dirección de mujeres y género de la provincia, me dijeron que no podían ayudarme porque no consideran que sea una emergencia ni que yo esté atravesando una situación de violencia; en la Municipalidad de Guaymallén me ofrecieron el dinero para pagar un alquiler de $2.500, por dos meses, pero la realidad es que nadie quiere alquilarme en esta situación, con esa plata no alcanza para nada, me cansé de buscar. Pedí ayuda en Desarrollo Social de la provincia pero tampoco me dieron respuestas, me dijeron que el municipio tenía que ayudarme”, explicó la joven.

El único refugio que halló M. en estos años fue la solidaridad de otras mujeres. Hace un tiempo conoció a Silvina González quien, en el ejercicio práctico de la sororidad, estaba armando un refugio para víctimas de violencia de género. En esa casa, en la que también se resguardaban a otras chicas, armó un hogar para sus hijos, donde vivieron hasta el día del incendio.

El trabajo de Silvina comenzó hace varios años y tuvo como primer objetivo enseñar deportes a los niños de su barrio, a través de la organización civil Unión Superación, Progreso y Amor (USPA). Sin embargo, en los últimos tiempos los casos de mujeres violentadas y sin techo la fueron llevando a armar una red solidaria que se apoya en el amor por las demás.

Silvina padeció durante 20 años la violencia de su pareja. “Con las chicas hablamos mucho y nos damos contención, para que lo que nos tocó pasar nos sirva y no se vuelva a repetir. Además, queremos llegar a otras mujeres que están pasando lo mismo”. En su testimonio aparecen rápido la fortaleza y conocimiento profundo del desamparo. “No es fácil irte de tu casa cuando tenés tres o cuatro hijos, es muy difícil desde lo económico, tenés que pensar en el calzado, la comida, la leche. Los familiares te aguantan cuatro días y te empiezan a poner caras, les molestan los niños. Yo me fui varias veces pero desgraciadamente tuve que volver. En ese tiempo no había una ley que nos protegiera, el Estado no existía, cuando iba a Desarrollo Social me daban una bolsita de mercadería y me decían ‘date una vuelta en un mes’. ¿Qué hacía con los niños en la calle con una bolsita de mercadería? Una vez me fui y dormí en una plaza durante un tiempo hasta que encontré refugio en una guardería de Chacras de Coria, ahí podía atender a mis hijos y trabajaba, pero a los seis meses me dijeron que no podía seguir porque la comisión de padres no estaba de acuerdo. Entonces tuve que volver con el papá de mis hijos. Es muy difícil”.

Las otras mujeres que habitaban en la casa que se incendió tuvieron la suerte, quizás, de encontrar un techo en domicilios de familiares. En cambio, M. volvió a la situación de calle y al amparo de las chicas que conoció a través de Silvina, y del generoso hogar donde la presidenta de USPA convive con 12 familiares. M. no tiene esperanza de que el Estado logre que el papá de sus hijos pague la manutención, a pesar de que “él y su familia tienen un buen pasar económico”, tampoco en que las instituciones le brinden un refugio provisorio hasta que alcance cierta autonomía económica, posibilidad inalcanzable para una mujer sola que necesita trabajar y cuidar y a sus hijos.

La solidaridad de sus compañeras es lo único que la salva. No por eso deja de exigir: “Necesito un refugio para estar con mis hijos, un techo, ayuda psicológica, hace años convivo con el miedo de encontrarme con el padre mis hijos que es una persona muy violenta, me cuesta salir a la calle, relacionarme con las personas…”, se queja indignada M., quien lleva recorridos juzgados y oficinas de los gobiernos municipal y provincial sin obtener más respuesta que la confirmación del desamparo.

La larga ausencia del Estado golpea, viola y mata a las más vulnerables en cada rincón del país. En Mendoza las muestras están a la orden del día. El reciente caso de la niña Caterina Cardoso, revive con crueldad extrema lo que se vive en miles de hogares frente a la desidia de gobiernos que están obligados a protegerlas.

Preocupa que el Ejecutivo mendocino, en lamentable consonancia con los otros dos poderes del Estado, no repare en la búsqueda sincera de las causas de la compleja situación, sino en argumentos y relatos para desligarse y proteger, a como dé lugar, la performance su proyecto político.