Por Julio Semmoloni

Banalizar es reducir, conscientemente o no, a la consideración ordinaria un hecho excepcionalmente grave. Si se fuerza la situación, banalizar un hecho tremendo puede ser peor que desatenderlo. Y en los medios de comunicación se suele recurrir al tratamiento de un tema arduo justamente para banalizarlo. Ocurre, por ejemplo, con el femicidio, tipificación delictiva de un hecho que trasciende la codificación penal en tanto resultante del complejo fenómeno sociocultural originado en la desigualdad y violencia de género.

La enormidad que se produce cuando por televisión se habla de femicidio como un asesinato cometido por determinado varón, contra una mujer determinada, en circunstancias determinadas, lo que hace por momentos es referir un delito ahora tipificado que antes podía cometerse sin que se lo considerase tal. Vale decir, se lo reduce a una calificación, cuyo agravante no siempre está implícito: su terrible entidad depende más de circunstancias que rodearon el hecho, de características personales de la víctima y el victimario, que del inequívoco y profundo significado del crimen de género consumado.

Un interés periodístico por abordar con prudencia la sucesión interminable de asesinatos de género cometidos por varones contra mujeres, indicaría que se acepta favorablemente la abundante cobertura mediática y la promoción de marchas multitudinarias de protesta. Se cree, sin demasiado respaldo, que la más amplia difusión de estos crímenes producirá el esperado repudio social que aleccione a potenciales femicidas. Y que las expresiones de un activismo masivo con predominio femenino, aun portando consignas de incierta eficacia, promoverán una concientización capaz de modificar la inveterada conducta patriarcal imperante en la sociedad.

La modalidad reiterada de banalizar el femicidio es la simplificación de su significado atroz mediante la utilización de datos estadísticos con intención de alertar o causar espanto a la población. Reducir el femicidio a una antojadiza proporcionalidad o a una comparación arbitraria implica también generalizar una situación que en esencia es de índole particular y específica. Los estudios de campo que centren su objeto en números o porcentajes para cotejar el sube y baja de las tendencias nunca podrán desentrañar principios esclarecedores. Al contrario, podría decirse que la estadística aporta información engañosa.

Se ha establecido como medición estándar de la inseguridad en un país o en una ciudad, el índice calculado en base al número de homicidios registrados por año cada cien mil habitantes. Pero la estimación ofrece resultados puestos en duda, porque se ciñen a la comisión de un solo delito muy grave, debido a que el homicidio es denunciado a la policía y da lugar a una causa judicial. Queda asentado. Sería más ajustada, sin embargo, una encuesta incluyendo los casos de robo (con o sin armas), aunque tiene el defecto que en países menos avanzados son muchos los hechos de ese tipo que no se denuncian. Entonces este índice carecería de precisión por registración incompleta.

Captura de TV

La necesaria visibilidad actual del femicidio, en tanto saludable reacción social preventiva, no parece todavía dotada de un método consensuado y de sólido respaldo, para evitar que prácticas aparentemente provechosas malogren una causa primordial que incumbe a todas y todos. Replantear el rol sensacionalista e inexperto ejercido por los medios de comunicación cuando se ocupan de la desigualdad y la violencia de género, neutralizaría la banalización generalizada de esta problemática fundacional.

Hace pocos días, millones de televidentes fueron bombardeados por la imagen y las palabras del femicida Fernando Farré, condenado a prisión perpetua por asesinar a la esposa de 74 puñaladas. Los tres canales de noticias de mayor alcance nacional (TN, C5N y A24) fueron recibidos en la cárcel por el recién penado, quien tuvo la oportunidad inaudita de victimizarse considerándose “la cara del femicidio en la Argentina”, y lo que resulta de una irresponsabilidad inadmisible: sostener ante periodistas urgidos por el rating que dos de los presupuestos para ser un femicida (incurrir en maltrato físico y odio a las mujeres) en él no se configuran.

Pertenecer a la clase pudiente (el femicidio ocurrió en una lujosa casa de un exclusivo country), permitió a Farré el privilegio (jamás concedido a tantos jovencitos condenados por portación de miseria) de explayarse a su antojo negando la condición de femicida, pues dijo no ser un golpeador ni odiar a las mujeres. El trato banal, reduccionista, simplificador del complejo fenómeno sociocultural, cuya amenaza es potencialmente letal para la vida sana, plena y preservada de la especie, es otra forma siniestra del hegemonismo patriarcal. Ante la difusión de semejante tilinguería, cualquier proposición preventiva de freno al incesante flagelo parecerá ridícula o exagerada, excluyente u ofensiva.

El femicidio es probablemente el crimen más terrible que la humanidad puede cometer contra sí misma. No tiene comparación con atrocidades verificadas desde tiempo inmemorial hasta nuestros días. Comparar el femicidio con otra atrocidad es ya banalizarlo. La comunidad judía, por ejemplo, reacciona indignada cuando se banaliza la Shoah: aprendió que es el modo cínico, perverso de negarla. El femicidio no tiene comparación por la complejidad inherente de origen y sus múltiples derivaciones. No debería considerárselo en paralelo con una escala del horror inusitado, sino juzgado con arreglo al corpus de valores simbólicos que proyecta la igualdad de género y el destino mejor de la humanidad entera.

Cómo ubicar en pie de comparación con otro hecho atroz, el inclasificable acto de un varón asesinando a una mujer por ser mujer, la mujer que cree suya. Simbólicamente está matando a la madre de sus hijos, a su propia madre, a su propia abuela, a su hija y a su nieta, a su hermana y a su tía, en fin, a todas las mujeres. Agravia de muerte a la humanidad en su conjunto porque ataca la integridad femenina de la completitud humana. Mientras subsista la posibilidad de que un varón se convierta en un femicida, la comisión de cada femicidio convierte a todos los varones en potenciales femicidas.

Al mismo tiempo y pese a su implicancia de trascendencia plural y colectiva, el femicidio es un hecho personal, individual, excepcional, en ocasiones hasta impredecible e inimaginable, que puede banalizarse también acumulando cada caso para que el dato estadístico adquiera cierta relevancia. Su consumación es tan tenebrosa, que exige para evitarlo y, en última instancia, erradicarlo por completo, la transformación absoluta de los valores culturales anclados en el nefasto patriarcalismo, vigente por siglos y siglos de despótica civilización machista.

El femicidio y su eventual profusión en algunas sociedades más que en otras, no requiere un sistema, ni una planificación, ni mucho menos una estrategia específica para asegurar su inconcebible continuidad. La perduración acrítica de pautas atávicas patriarcales imperantes en el mundo de por sí naturaliza una supremacía varonil de los vínculos, el arrogado atributo del varón a mandar y ser obedecido, la permanencia de hábitos domésticos arraigados en detrimento de la mujer y un sórdido mandato de posesión, trasmitido empíricamente para someter al género femenino.