Por Julio Semmoloni

Qué resultado daría una encuesta que el kirchnerismo no se atreve a realizar y el resto anti K eludirá siempre para no abrir la caja de Pandora. Por más que se le busque la vuelta, las cartas siempre estuvieron echadas y la respuesta es una realidad implacable que muchos ven de una forma y otros tantos de la opuesta. Grieta, cisma, lucha de clases, progresistas o reaccionarios, incluidos o excluidos, como prefiera clasificarse, la razón para explicar este antagonismo político a escala nacional nunca bastará con la mera elocuencia de los hechos consumados.

Las elecciones presidenciales y legislativas no permiten ni proponen ir a fondo en la consulta elemental de qué país quiere y necesita la gran mayoría de los votantes. Se reducen a plantear opciones maniqueas, binarias. De lo contrario no haría falta la propaganda sugestiva y el marketing engañoso. Omitiendo en mayor o menor medida la verificación histórica, cada sector compite más para imponer su empeño que convertirse en el agobiado depositario de los sueños de un pueblo.

“Sueño” no es lo mismo que convicción. Tampoco que aspiración o ambición. Los sueños son demasiado confusos y fugaces, como las intenciones de un decisivo número de electores partícipes de esa experiencia colectiva que en sí misma no tiene una identidad ética ni siquiera discernible. También el pueblo puede votar (apostar) a ganar, antes que a responsabilizarse de lo que cree elegir. Pero en este caso se trata de describir (no de enjuiciar) cómo funciona el sistema electoral prevaleciente en casi todo el mundo.

La temida y supuesta encuesta invocada al principio haría aflorar con nitidez las proporciones disímiles de ambos costados de la grieta, tras una primera y superficial mirada sobre el universo encuestado. Agigantada del lado nacional y popular, airoso sustancialmente. Debería ser esclarecedora y su resultado vinculante con un gobierno a la altura de los merecimientos de la población. De una equivalencia ética e idónea irreprochable.

Pero analizada más detenidamente y con aplomo, la virtual encuesta revelaría una diversidad tal de datos referenciales, que su ilusorio traslado a una eventual praxis de gobierno sería de imposible conformidad, aun para los sectores más afines. La atomización opinante del conjunto reflejaría una disparidad selectiva de atajos que daría espanto, la misma disparidad que en discusiones familiares o entre amigos y colegas suele concluir en odiosos e insospechados antagonismos.

Quizás podría advertirse, por ejemplo, que la mentada formación ideológica que distingue a unos cuantos entre millones, no pasa de significar la conducta política más refinada de una tendencia narcisista y endogámica. No demasiado diferente de los impulsos pasionales que trastornan el comportamiento de los adictos a una divisa deportiva. Tomada la militancia partidaria con la seriedad y la trascendencia que el antropólogo Johan Huizinga concede a la actividad lúdica, la política también es un juego al fin y al cabo.

En ese ejercicio imaginario el kirchnerismo resultaría la pulsión política más afligida por la palmaria demostración de la susodicha encuesta. Develaría que resignó por impericia la hegemonía política y cultural restaurada con hechos concretos y trascendentes. Hegemonía que fue circunscribiéndose a la Casa Rosada, donde  una conducción, tal vez extenuada, no supo preparar con tiempo los cuadros dirigenciales para la inexorable sustitución de liderazgos. Su vanguardia (think tank populista) no tiene aún el coraje y probablemente la solvencia de explicar la absurda derrota electoral de 2015, causante ipso facto de la cancelación del (único, posible y viable) proyecto transformador nacional y popular.

La hipotética encuesta –tan incisiva y vasta como fuere necesario– revelaría con total claridad que nada ajeno al intrínseco desempeño del kirchnerismo podía poner en aprietos la continuidad gobernante, condición imprescindible para extender los plazos de ejecución transformadora. Hasta la más ferviente oposición reconocía esa realidad de época.

Pero entonces el kirchnerismo alteró la prelación de objetivos centrales, malgastó tenacidad en pujas desfavorables, no reanimó el vigor hegemónico de su relato inclusivo y se maniató perdiendo fecundidad en multiplicar lozanía dirigente para renovar en la praxis cotidiana el traspaso oportuno de la posta mandataria. Neutralizado y a la defensiva a raíz del estéril intercambio de golpes con un enemigo solapado e inescrupuloso, cedió espacio ganado en buena ley cuando sostenía un predominante avance hacia la consolidación de conquistas sociales que también mejorarían paulatinamente su eficacia.

El kirchnerismo había dado pruebas irrefutables para asumir dignamente la representación de las grandes mayorías, manteniendo el impulso histórico de la causa nacional y popular. En pocos años, a partir de 2003, pudo lograr la entusiasta recuperación de la autoestima nacional y encaminar a las fuerzas productivas en pos de la construcción de un nuevo Estado benefactor.

Después de la derrota por ahora inconcebible (los exégetas aún no esclarecen), se produjo este vacío interpretativo que es imperioso llenar para hacer posible algún tipo de puente con aquel abrupto frenazo y el inmediato retroceso. No debe confundirse este deber estratégico con la subjetiva autocrítica, ni el llanto sobre la leche derramada. Sería extemporáneo, de inútil provecho. Se requiere clarificar el cúmulo inverosímil que posibilitó la derrota, tras la cual sobrevino este abatimiento popular perpetrado por el macrismo.

Tal vez por décadas no se presente otra oportunidad como la de 2003, por lo inesperada para el enemigo y la dispersión de adversarios antipopulistas. Si la gestación del kirchnerismo fue acunada espontáneamente desde el gobierno, mediante el reaseguro del poder formal y legítimo, debió haberse preservado la continuidad de ese mandato por no menos de un cuarto de siglo, mínimo tiempo necesario para quemar etapas y afianzar la transformación estructural del país en beneficio de la máxima inclusión social.

La derrota electoral de 2015 no fue el revés ocasional de un partido. Significa la clausura de un proyecto de construcción de bonanza básica y extendida a las mayorías siempre postergadas por el conservadurismo liberal. Derrota que cae en el reaccionario vencedor como un consentimiento a su ansiada revancha, porque retrotrae la situación tildada de “herencia recibida” a circunstancias pretéritas que se consideraban definitivamente superadas. El fallo de la Corte conmutando las penas a genocidas y apropiadores de bebés es otra secuela inadmisible de esa derrota.

La campaña del kirchnerismo hasta octubre debería ser una radiografía de las causas y consecuencias de aquella evitable frustración. Para separar la paja del trigo, mientras proponen sumar votos propiciando acercamientos a granel que más tarde provocan claudicaciones y arrepentidos. Retomar el poder formal a cualquier costo acordado no parece un genuino retorno para el kirchnerismo. Sería adulterar su impronta, como la “democracia” vigente.