Por Julio Semmoloni

La política era una actividad destinada a mejorar la vida de la gente. Definida así era imposible eximirse de la sugestión ejercida en los actos más comunes de las personas. Pero en esta sociedad posverdad cada vez es más difícil identificarse con una idea política portadora masiva de la consecuencia de los actos. Fluye la dispersión de arrogarse una autonomía narcisista y acrítica. No importa tanto un colectivo determinado en la medida que hago lo que puedo o me permiten.

Las categorías sociales clase alta, clase media, clase obrera, pobreza, etc., no funcionan como otrora. La vieja designación involucra personas de condición diversa, con aspiraciones diferentes. Puede haber una movilidad mayor entre habitantes de una villa de emergencia que en un barrio humilde y tradicional de clase media baja. Cambiemos, por ejemplo, recolectó ricos dispuestos a hacer posible “un país gobernado por sus propios dueños”. El cambio parece decisivo. La brecha sigue siendo estructural, aunque cada vez menos cultural.

La política de siempre no penetra como antes en las capas sociales porque el destinatario ya no percibe un sentido de pertenencia endogámico. Atraerlo de a uno es más fácil que ofrecerle beneficios generales que puedan converger en un interés común, dejando en la decisión personal el costo de la opción. El votante de hoy parece guiado por lo que cree le conviene en el diario vivir y no por una afinidad histórica a un preconcepto de lo que merece. Prospera el timbreo personalista en vez de la convocatoria entusiasta y masiva. Cristina, nada menos, abrió su campaña en un teatro de Mar del Plata.

La política era una actividad destinada a mejorar la vida de la gente, siempre y cuando las diferencias estructurales de situación social se mantuvieran dentro de los mismos rangos diferenciadores. Los modelos democráticos imperantes evitaron radicales transformaciones, hasta que fueron desvirtuados mediante el surgimiento de expresiones ideológicas más intensas que los clásicos partidos moderados de antaño, de fuerte apego a formatos constitucionales de cuño liberal conservador. El populismo logró romper la trampa del cerrado modelo preservador del statu quo, pero tampoco pudo transformar las estructuras del atraso y la dependencia para construir el definitivo Estado de bienestar.

Política ya no es lo que era. Con la política se intentaba resolver problemas básicos que anclaban las mayorías a la frustración y el vasallaje social. En la incesante búsqueda esclarecida, la actividad política iluminó el laberinto del oscuro designio clasista hasta encontrarle una salida al sometimiento ancestral. Política ya no parece querer resolver los problemas elementales de hoy, sino eludirlos mediante fórmulas engañosas ajenas al interés genuino de la gente.

Foto: Seba Heras

Los políticos no hacen política para desentumecer y movilizar: ahora gestionan, administran, gerencian. No gobiernan: reproducen desde el gobierno el sentido común fatal emanado del subdesarrollo cultural y la inequidad social histórica. Por eso el radicalismo sucumbe en la alianza con el PRO. Fue absorbido ya desideologizado por el primer partido de derecha cuya constitución reúne propietarios con ansias de hacerse cargo de decisiones estratégicas, derecho propio eximido de la militancia previa de otros tiempos.

El imprevisto surgimiento del kirchnerismo, en tanto renovado populismo con un proyecto de transformación, puso a la negligente y adormilada derecha en situación de negociar por primera vez con su peor enemigo posible, o después obligada a salirle al cruce para interrumpir su prolongado ciclo. Al principio intentó negociar porque no podía vencerlo dentro del modelo de partidos, a raíz de la insolvencia de estos y de la creciente fortaleza del kirchnerismo. Pero más adelante, la derecha apostó al crecimiento del PRO, cuyo liderazgo ejercía un vencedor en las urnas proveniente del núcleo corporativo.

El PRO encabezado por Macrí reunía el combo perfecto para el establishment. Solo requería extenderlo desde la CABA a todo el país. Para ello era necesario asimilar un partido con estructura nacional venido a menos en sus desempeños electorales y concedente de la franquicia. La UCR vaciada de identidad vino como anillo al dedo. Y por primera vez en la Argentina, y probablemente en la región, aleccionada por el impulso del kirchnerismo a la redistribución más justa del ingreso, la derecha asumió como propia la causa de instalarse en el poder formal tras vencer en las urnas al fantasma populista.

La suma del poder real y formal le da a esta derecha un hándicap insuperable. Debe mantener la gobernabilidad encaminada, forcejeando con la capacidad de negociación de que dispone por el acto de ejercer ese doble mandato. Su relación con las organizaciones gremiales parece haber aventado las peores turbulencias, pues las endurecidas reglas de juego impuestas indican cuidar el trabajo antes que ponerlo en riesgo por mejorar las condiciones del mismo.

Hace un par de meses ni el macrismo pensaba que afrontaría estas elecciones en un contexto político que ya no resulta tan adverso. Encuestas confirman en general que una estimación en torno al treinta por ciento estaría apoyando a los precandidatos oficialistas en la provincia de Buenos Aires. De manera que una hipotética derrota a manos del kirchnerismo encabezado por Cristina, no sería de gran consideración en el distrito más significativo. Y lo peor del caso para el opoficialismo badulaque, es que el gobierno no se aparta un ápice del derrotero tan temido y previsto por quienes lo denostaron con acierto. Hay un neto corrimiento a la derecha de una parte de la liviandad electoral de centro.

Foto: Presidencia de la Nación

Macri parece haber soportado la sucesión de datos nefastos que a comienzo de 2017 registraba la comparación de su primer año de gestión con el último del ciclo kirchnerista. El pavoroso endeudamiento, la caída del consumo, la suba del desempleo, la aceleración inflacionaria y la contracción de la actividad económica no provocaron la reacción de otras épocas, causando las protestas sociales activas de alto voltaje. Por eso tampoco vaciló en reprimir un conflicto de cierta intensidad en Pepsico, enviando un mensaje disuasivo y coherente a todo el campo laboral.

A cambio de ese conjunto de adversidades para los trabajadores y los sectores más vulnerables de la escala social, el gobierno macrista se ocupó sin disimulo de corresponder a sus socios y favorecedores con la recompensa de agigantar la desigualdad imperante facilitando un fenomenal blanqueo de sus capitales evadidos. Para investigadores del Centro Periferia, entre el primer trimestre de 2015 y el primero de 2017, la brecha entre el diez por ciento más rico y el diez por ciento más pobre se amplió un 23 por ciento, o sea, una cuarta parte en solo dos años.

El Indec de Todesca informó en junio que dicha brecha había llegado a 21,8 veces en el primer trimestre del corriente año. Debido al conveniente “apagón estadístico” dispuesto por Todesca, no se puede comparar con dato alguno surgido en ese lapso de 2016. Pero el Indec en 2015 había informado que la brecha mencionada había sido de 17,8 veces para aquel primer trimestre. Vale decir, la concentración corporativa está recuperando, aupada en su propio gobierno, los valores de máxima desigualdad alcanzados en los noventa.