Por Federico Mare
Fotos: Seba Heras

Omar De Marchi, Luis Petri y Alfredo Cornejo.

Tenía que suceder… Primero, el gobernador radical Gerardo Morales reclamó, sin resquicio de vergüenza, que Jujuy reciba de Bolivia una compensación en dinero por la atención hospitalaria que los hermanos bolivianos y las hermanas bolivianas reciben en la provincia norteña (como si el sufrido pueblo del Altiplano nada hubiese aportado con sus brazos, con su sudor, a la riqueza material de la Argentina). Luego, en el Congreso nacional, el oficialismo presentó –a través del diputado mendocino Luis Petri– un mezquino y reaccionario proyecto de ley que, sin más, elimina el acceso gratuito a la salud y la universidad públicas en el caso de muchas personas extranjeras (residentes temporales e inmigrantes en situación precaria procedentes de países pobres con los que no hay acuerdos de reciprocidad).

Era previsible, cantado, que iniciativas políticas de este tenor iban a exacerbar, en amplios sectores de la población argentina, las atávicas pasiones del odio racial. Esas que Alberdi y Sarmiento, en nombre de la Civilización, nos inocularon hace más de un siglo, cuando nuestro país aún estaba en formación. Y que los hombres de la generación del 80, tiempo después, con Roca a la cabeza, reforzarían con creces a la sombra del positivismo.

De más está decir que los medios hegemónicos aportaron lo suyo. Mediante la desinformación, el análisis superficial y las opiniones tendenciosas abonaron generosamente el terreno. Pronto saldrían a la luz las consecuencias de su eficiente faena manipulativa.

“¡Boliviana de mierda, vos te estás llevando nuestros medicamentos!”, le espetó un jubilado a una joven en una repartición salteña del PAMI. La increpada, atónita, le respondió que ella había nacido y vivido toda su vida en la localidad de Cachi, provincia de Salta, y que, por ende, era argentina. La aclaración no sirvió de mucho. El geronte, fuera de sí, le propinó un puñetazo, sin cargo de conciencia.

A la ligera, muchos medios de prensa caracterizaron el hecho como un «incidente xenofóbico». Llamemos, por favor, a las cosas por su nombre. No fue xenofobia. Fue racismo, racismo liso y llano. La xenofobia, por definición, «excluye» el odio a compatriotas.

Al iracundo jubilado le importó un bledo enterarse de que la joven era su connacional y comprovinciana. Solo vio en ella una «negra», una «india colla». Y cebado por la demagogia chovinista-arancelaria de Cambiemos, se sintió llamado a hacer «justicia por mano propia», como tantos superhéroes violentos del cómic y el cine yanquis. En su cabeza de termo, en su imaginario fascistoide, la tez trigueña representaba un inquietante –y repugnante– rasgo antiargentino, un estigma de la antipatria.

Para la derecha argentina, «boliviano/a» funciona más como un epíteto racial que como un gentilicio. Y por lo tanto, puede ser aplicado tanto a personas nativas como extranjeras. En la cosmovisión facha argenta, “bolivianidad” es sinónimo de «indiada colla», una raza inferior ajena y hostil al verdadero Ser nacional.

¿Acaso es necesario aclarar que si la joven hubiese sido una inmigrante sueca –una gringa de cutis blanquísimo que a duras penas hablaba castellano– el Batman salteño nada hubiese dicho y nada hubiese hecho contra ella? ¿Acaso es preciso acotar que si la víctima hubiese acreditado su argentinidad mostrando el DNI, el desenlace no hubiera variado? Huelga señalar, en el mismo sentido, que si la joven hubiese sido una boliviana rubia de ojos claros (por ej., una inmigrante cruceña de ascendencia europea) su estadía en la sede del PAMI tampoco hubiera tenido sobresaltos.

Porque la preocupación del victimario, obviamente, no radicaba en la nacionalidad, sino en el fenotipo. Y eso, insisto, es racismo, no xenofobia.

“Me parece una postura valiente”, declaró con cara de póquer Marcos Peña, en relación a las propuestas retrógradas de Morales en Jujuy, y de Petri en el Congreso. El jefe de Gabinete del presidente también manifestó que “es un error muy bajo querer asociar esta discusión a cualquier cuestión de xenofobia o discriminación”. Xenofobia, estrictamente hablando, no (el macrismo no aborrece a todas las personas extranjeras e inmigrantes, sino a algunas). Pero discriminación sí. Al macrismo le incomoda, le disgusta sobremanera, que la «indiada colla» de Bolivia acceda a nuestros hospitales y universidades públicas. Y pretextando falta de reciprocidad con el gobierno de Evo Morales, no duda en maquinar estratagemas legales para impedirlo, sin que le inmuten los efectos sociales de su política. No le horroriza el exacerbamiento del racismo. Al contrario, pareciera regodearse con él.