Por Julio Semmoloni
Foto: Cristian Martínez

El diagnóstico ultra receloso del presidente Kirchner acerca de no emplear las fuerzas de seguridad para reprimir, porque tarde o temprano producen un caso políticamente escandaloso del cual es imposible volver atrás en el estado de derecho, fue un legado que Cristina asumió a pleno. Y ahora en campaña, con fidedigna memoria, puede restituir su calidad republicana como autoridad inobjetable por haber sido una jefa de Estado ejemplar de la democracia.

Un escándalo político es un hecho que causa gran indignación, especialmente por considerárselo contrario a las normas constitucionales que regulan el propósito del Estado republicano y la conducta de los gobernantes ajustada al respeto de la ley vigente. La desaparición forzada de Santiago Maldonado, en circunstancias de un operativo de represión a cargo de la Gendarmería, ha provocado el hecho político más escandaloso de los últimos quince años.

La derecha siempre quiere reprimir protestas y reclamos que incomodan el statu quo. Con los años, en la medida que las opciones ideológicas no ponen verdaderamente en crisis el sistema capitalista, se instala un sentido común que acepta como natural la supremacía social, económica y política de unos pocos sobre el resto. Tanta inequidad e injusticia emanada de esa flagrante disparidad a menudo requiere la utilización de las fuerzas de seguridad para mantener el orden que protege a los privilegiados.

Si bien el kirchnerismo no cuestiona demasiado los meandros constitutivos del capitalismo, se ha sostenido en esta columna que al encarnar un proyecto de transformación profundo, en cierto modo resultaría una anomalía inserta en un sistema político que parece crujir cuando dicho populismo es gobierno. El mandato de Kirchner desafió el sentido común con la metáfora “No le voy a pegar a nadie”, al decidir que jamás ordenaría que las fuerzas de seguridad reprimieran a manifestantes en ejercicio del derecho a la protesta y el reclamo.

Su compañera y discípula Cristina Fernández, a la sazón colega en la jefatura de Estado, tampoco reprimió a nadie durante el extenso alzamiento piquetero comandado por las patronales agropecuarias, que impidió la libre circulación en la red troncal de rutas nacionales y el desabastecimiento de alimentos en las bocas comerciales de expendio. Fue una prueba de fuego que expuso con la mayor crudeza el calado de la grieta inveterada, todo un cambio de paradigma. No hubo otro gobierno democrático que, aun teniendo de su lado razones justificadas para disuadir mediante la fuerza pública semejante disturbio, se rehusara por convicción a valerse de esa represalia institucional.

Kirchner distinguió (supo) como nadie que los miembros de las fuerzas de seguridad nunca pueden avenirse espontáneamente a una actitud de tolerancia frente al disenso en democracia. Si se las envía a controlar una muchedumbre sin instrucciones precisas, puede que también respondan con desmesurada violencia si son agredidas de algún modo. Pero si de antemano se les ordena reprimir en el caso de una expresa provocación, causarán daños más graves que los evitados: hasta la muerte de lxs reprimidxs. No hay que darles margen alguno de autonomía. Las órdenes del poder político deben ser inequívocas, sustentadas por un criterio coherente que defina siempre el rol específico a desempeñar. 

Reprimir o no reprimir, ahí está la grieta de la razón de Estado que aparta a unxs de otrxs. La hondura de la grieta separa de raíz la actitud ante la vida cotidiana de quienes integran una sociedad. Viene de lejos. No se reduce en el espacio y el tiempo, como algunxs sinvergüenzas de turno quieren simplificar, al antagonismo reciente entre kirchneristas y anti K. Las fuerzas de seguridad desconfían y se inquietan por formación profesional cuando ven gente reunida en la calle. Concuerdan con el antipopulismo odioso que repudia cualquier manifestación popular en la vía pública. No toleran que se les desordene la rutina. Por eso les fastidió tanto el jubileo apoteótico del Bicentenario.

La derecha gobernante tiene en las fuerzas de seguridad un aliado obsecuente y espontáneo. El kirchnerismo, por el contrario, debe ser sumamente cauteloso en su vínculo institucional con dichas fuerzas del orden, sobre todo cuando este parezca alterado. Durante doce años y medio de mandato kirchnerista, podría decirse que por primera vez en la historia argentina se intentó llevar adelante una política nacional de seguridad basada en inculcar la mejor convivencia posible entre uniformados y civiles, en vez de insuflar una latente intimidación en cada amenaza represiva.

Desde Macri en la Rosada ciertamente cambió el trato. Se baja una línea dura (permeable en gobernadores afines a Cambiemos) contra quienes participan de reclamos y protestas. El traslado de referentes sociales que voluntariamente se pusieron a disposición del Poder Judicial, como por ejemplo Milagro Sala y Nélida Rojas, se realizó mediante dispositivos aparatosos utilizando policías y gendarmes fuertemente armados. Señales opuestas a la prédica del gobierno anterior contra el accionar represivo, que agrietó la convivencia precedente en esa cuestión. Así maniobradas por la derecha en situaciones extremas como la patagónica, las fuerzas que antes eran destinadas a custodiar un coto territorial, ahora pueden convertirse en tropas vandálicas de la inseguridad. El poder real vuelve a instigar con aquella idea fantasmal del enemigo interno, apelando a una ferocidad que rezuma el subyacente espíritu de cuerpo del terrorismo de Estado.

La escandalosa desaparición forzada de Santiago Maldonado es consecuencia indudable de una política de seguridad orientada a utilizar las fuerzas para perseguir, amedrentar y reprimir a los débiles. En la Argentina no hay pueblo más débil que el mapuche: el ordenamiento jurídico y territorial practicado desde el actual poder político constituido (más la complicidad lugareña de los dueños de la tierra) ni siquiera respeta su identidad de origen.

El contumaz encubrimiento del crimen de lesa humanidad perpetrado por el accionar represivo de la Gendarmería, demuestra que el gobierno de Macri es consecuente con el pacto tácito entre el establishment, las fuerzas de seguridad y el Poder Judicial ad hoc, vínculo institucional arreglado por la necesidad de reprimir y penalizar el descontento popular para que funcione sin mayores tropiezos este modelo ideológico de inequidad e injusticia.