Hoy: Sancho, las redes sociales y la sensación de libertad

Por Manuel García
Foto: Ser Shanti

“Esta ciudad es como un pueblo fantasma. ¿Por qué los jóvenes pelean entre ellos?, el gobierno los deja  estancados. Este lugar es como un pueblo fantasma.

Ningún trabajo se encuentra en este país. No puedo ir a ningún lado. La gente está enojada.

Esta ciudad es como un pueblo fantasma. Este lugar es como un pueblo fantasma”.

The Specials

 

El serpenteo de movimientos coreográficos que me lleva como un pez adicto, directo a la red, para luego convertirme en un pescado, en un ser muerto, en comida de algún ser vivo, o simplemente en un desecho, es la imagen que tiene Sancho acerca de mí cuando me siento frente a la computadora a consumir (o creer ingenuamente que consumo y no soy el consumido) eso que ha dado en llamarse redes sociales, en las que un sujeto accede a un tipo de  comunicación digital con un número finito de individuos que se conectan y desconectan a ese sistema, con la estructura como calcada de un club o una religión o un partido político. En ese mismo momento que atornillo mi trasero a la silla no me queda otra opción que mentirle descaradamente al can y decirle que estoy escribiendo, que estoy registrando de alguna manera estéticamente aceptable nuestras charlas informales, pero él naturalmente no me cree. Deberías crearte una cuenta, le digo, y me responde rascándose una oreja, haciendo un ruido espantoso que por un momento me desagrada. Luego me río y le digo que si la comunidad es un conjunto de oyentes con una participación activa en la vida de los otros y si escuchar nos ayuda a hablar, ¿por qué nos sometemos de forma tan atolondrada a las aguas turbias de las redes sociales? ¿Qué pasó con la sociedad disciplinaria?, le pregunto retóricamente, ¿acaso el guardia se ha ido a comprar cigarrillos y ha dejado deshabitado el Panóptico y nosotros inocentemente todavía no nos damos cuenta de que nadie está vigilándonos? El animal solo se limita a mirarme y a torcer su cabezota, como siempre lo hace en señal de que no entiende mucho lo que le digo. Ok, ok, el enemigo (si es que se puede hablar de amigos y enemigos en este tipo de farsa comunicacional), le digo en voz baja, ya no está afuera, o en lo alto, o más cerca del cielo, sino que convive con nosotros. El perro mira hacia los rincones de la biblioteca buscando al hipotético enemigo y luego exclama de manera enérgica: ¡bienvenidos a la sociedad del autocontrol!, ¡a la cultura del emprendedor! Después añade que estamos asistiendo al cambio del “yo debo” por el “yo puedo”. Claro, le contesto apagando la computadora, estamos frente a un Yo asquerosamente positivo que todo lo abarca, que todo lo cubre, que todo lo puede, y que no tiene límites en este mundo lleno de aparente libertad con la total ilusión de rendir más y mejor en todos los aspectos de la vida, en especial en el trabajo, sometiéndose cíclicamente a la culpa de no poder en una sociedad donde todo se puede, pero en lugar de poner en duda al sistema apela a la autoagresividad. ¡Yes we can! , decimos coreando, justo en el momento que mi hijo choca la silla donde estoy sentado con su triciclo de plástico. De esa sociedad disciplinaria del no, donde se excluía a los locos y a los delincuentes, pasamos a la sociedad del sí, donde no hay barreras, y por lo tanto nos enfrentamos a una sociedad creadora de depresivos y fracasados, que va de la disciplina a la autodisciplina, le digo al perro acariciando la cabeza del niño y colocando el triciclo en otra dirección para que pueda chocar otros muebles. El ojo panóptico, continúo, sabe lo que nos gusta, lo que pensamos, lo que soñamos, lo que nos enoja, por eso hemos transformado los muros de las cárceles en los muros de Facebook y la observación del vigilante en la de los seguidores. The Big Data no es The Big Brother, le digo a Sancho con un cigarrillo en la boca, es el nuevo ente observador que nos conoce mejor que nosotros mismos, es una existencia permisiva y proyectiva, donde podemos desnudarnos impúdicamente accediendo a las redes sociales sin ningún método de aparente coacción y pagando ese ingreso con nuestros preciados datos, reemplazando las cámaras de tortura por las cámaras de los teléfonos; el “me gusta” es un símbolo del carácter altamente positivo con todas sus alternativas disponibles en un solo click: me divierte, me asombra, me encanta, me enoja, me entristece (emociones básicas humanas de caritas amarillas) y que da lugar cada vez más a novedosas y eficientes campañas publicitarias y/o de propaganda política. ¿Entonces las emociones son el motor de nuestras acciones?, pregunta Sancho un poco nervioso porque ya quiere irse a la calle a levantar sus patas traseras en los árboles. No, para nada, le respondo, consumimos emociones, consumimos y somos consumidos por subjetividades, transitamos nuestras vidas con nuestro espejo negro en forma de confesionario móvil guardado en el bolsillo del pantalón, y por sobre todo elegimos en nuestras vidas ficcionales una falsa acción del “me gusta”, ya sea en Instagram, Facebook, Snapchat, Twitter, para interactuar con un número definido de desconocidos/conocidos mostrándoles qué es lo que hemos almorzado y con quién lo hemos hecho o qué lugar hemos visitado últimamente o el fragmento de una canción de Fito Páez porque estamos desamorados o a qué partido político vamos a votar en las próximas elecciones. Voy a la habitación a decirle a Clara que los tres nos vamos a pasear. Ella lee ficción literaria en castellano en la cama, me sonríe y luego continúa con la nariz metida en las páginas. Todo esto no es otra cosa que la interacción humana reducida a la mera información, a la inmediatez de pertenencia a un grupo digital, a un club no analógico, le digo al perro acercándome a la puerta de salida y con unas ganas terribles de salir a fumar. Sancho me observa esperando una respuesta, con expresión de estar en un callejón sin salida. Mirá, le digo, la respuesta es básicamente poder decir algo, lo que uno desee, lo que uno sienta, solo cuando ese algo valga la pena; o también se puede optar por el idiotismo filosófico, por ese llamado al silencio, a la no acción, al no me gusta, a comportarse como un hereje moderno dentro de este mecanismo encadenado de ilusión y desilusión, aunque los indignados que ladran y salpican su bilis en las redes sociales también ejercen la no acción, pero eso no lo saben. Mientras salgo a pasear con Sancho y mi hijo por el espacio verde y público de Godoy Cruz, no olviden, apreciables lectores, hacer click en el ícono con el pulgar hacia arriba en clara señal de que les ha gustado el texto. Pero vos no lo hagas, ya sé que no te gusta lo que escribo.

+ Sancho y todo lo demás