Hoy: Sancho, el aburrimiento o la contemplación del hueso que aún no se come

Por Manuel García
Foto: Ser Shanti

“Lanzo toda mi mala fortuna desde lo alto de un edificio, hubiera preferido hacerlo con vos. Me sentí como un ave en el paraíso, mi mala fortuna se esfuma, y me sentí como la inocencia de un niño. Todos tienen algo bueno que decir”.

P. J. Harvey

Conozco esa mirada canina, eso modo de andar cuadrúpedo, esa forma animal de bufar a cada paso: Sancho está aburrido y no se atreve a manifestarlo verbalmente. ¿Por qué no releés de forma asistemática El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha?, le apunto al perro como cada vez que sugiero una buena y extensa obra literaria porque los argumentos que la sostienen como tal son siempre éticamente favorables y muy fáciles de sostener. Es día de semana, y todos los integrantes de la casa, excepto Sancho, tenemos que acudir a nuestras actividades, y yo soy el último en salir. Nada debe ser tomado como lineal, ni siquiera el aburrimiento, le digo a Sancho, vivimos en una transición dentro de un proceso sin principio ni fin donde no hay sujeto, siempre vamos a vivir dando saltos en la transición, nos mudamos de transición en transición, y agrego, una verdad que va cayendo poco a poco como en cuentagotas también es de alguna forma un descubrimiento. El perro me mira con su rostro un poco más aburrido que hace unos instantes, y esa considero es una buena forma de contestarme. Mirá, le digo, podemos dividir el transcurso de nuestras vidas de un modo fatalmente determinista entre ocio y falta de ocio, pero en el fondo esa no es otra forma de darle una entidad por demás superior al trabajo tal y como lo entendemos en este período, o sea como ese imperativo moral y jerárquico que hace girar al mundo, donde los espacios de descanso son el intervalo para volver a la actividad laboral como ejecutora de la vida activa, como una salvación divina en el sentido más moral de la palabra. El can, que jamás ha asistido y ni piensa hacerlo a una actividad laboral, sigue sin entender. En cambio, podemos concebir al ocio como una absorta contemplación en una etapa de descanso, le digo, porque el trabajo básicamente es la tarea de consumir el tiempo dentro de los límites de lo políticamente aceptable por medio de un consenso, donde las dos edades de inactividad laboral (una más cercana al nacimiento, y la otra a la muerte) son hilvanadas por medio de una edad fuertemente regida por dicha actividad. El canino se rasca una oreja y luego huele la pata trasera con la que llevó a cabo la acción. Ahora bien, le digo, el Quijote es tragicómico, las normas de la caballería son su ley, por tanto leer ese discurso es una buena forma de no aburrirse. Ese tándem Quijote de la Mancha/Sancho Panza, que va desfaciendo entuertos, me parece una manera heroica y hermosa de vivir, y a la vez no es otra cosa que un arquetipo que se repite a lo largo de toda la historia de las narraciones ficcionales, el osado y el audaz, el culto y el práctico, el pasional y el racional, el rechoncho y el espigado, y que compone distintas imágenes dentro de una entretenida farsa llena de gags y melancolía. Sancho me mira entrecerrando sus ojos. No, nosotros no representamos para nada esos roles de la obra, no somos actores, le digo yendo a la cocina a calentar su almuerzo, la vida del actor es fugaz, en cambio la de los personajes intenta acercarse a la inmortalidad. Don Quijote cree ciegamente en una cosmogonía estable, sin darse cuenta que todo inevitablemente cambia, por ello, la insatisfacción y el rechazo del mundo cotidiano tal cual es, impulsan al héroe utópico a la dulce condena de las causas perdidas. Pero este personaje muere al final de la narración, me dice el perro mientras suena la chicharra del microondas y comienza a mover su rabo de manera involuntaria. Claro, la segunda parte es un desquite frente a la obra apócrifa de Avellaneda, le digo, donde Don Quijote debe morir, pero el que muere en verdad es Alonso Quijano luego de regresar a su supuesta cordura. Sonrío con el plato caliente en las manos y le digo mientras vamos al patio que los ibéricos siempre se van a mostrar sorprendidos ante la manera más o menos uniforme en que se habla castellano en América Latina, atribuyéndole ese mérito a la lectura de la obra de Cervantes (que conoció la cárcel por falta de pagos y por lo tanto accedió al aburrimiento) y no al sanguinario proceso de conquista, cuyo eje fundamental fue la dualidad entre civilización y barbarie para legitimar las peores atrocidades. Durante el siglo XVII, pienso, un loco era básicamente alguien que hacía reír, pero a partir del siglo XVIII, el enfermo mental no es tolerado por las luces de la razón, y por lo tanto deviene en encierro. Ay, los días inútiles, y aquí reside lo paradójico le digo a Sancho, son extremadamente útiles, porque pensar en la inmortalidad de cada uno de los actos que llevamos a cabo es una tontería, porque el sol se va a morir, porque la Real Academia Española va a dejar de reinarnos, porque la inmortalidad no existe, porque vamos a dejar de existir. Aburrirse es una gran virtud donde se visualizan novedosos espacios, como la verdadera libertad de detenerse ante la contemplación, ya que ese no hacer nada es otro camino a experimentar. No hay nada de malo en el aburrimiento, le digo a Sancho dejando sobre el suelo su plato humeante, es sencillamente una pausa para pensar, para reflexionar, para mirarse desde otro vértice, y eso ciertamente está muy mal visto por la lógica productiva donde la inmediatez es sinónimo de tiempo aprovechado. El animal me ve con las llaves en la mano y se va al patio. Al salir de la casa, mientras doy arranque al auto, imagino a Sancho sentado frente a su plato, recorriendo ese “instante helado en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores”, contemplando el momento previo a su almuerzo desnudo y pensando claramente en la lectura de cualquier otro libro menos extenso que no sea el Quijote.

 

+Sancho y todo lo demás