Hoy: Sancho y el Octavo pecado capital

Por Manuel García
Foto: Ser Shanti

Las palabras fluyen como lluvia dentro de una taza de papel, se deslizan al pasar, se desvanecen a través del Universo. Charcos de tristeza, olas de alegría flotan en mi mente abierta, poseyéndome y acariciándome. Nada cambiará mi mundo.”

 The Beatles

 

Sancho observa lo hacendoso que estoy esta mañana. Voy y vengo de un lugar a otro con tijeras, con un rollo de hilo plástico y con un cigarrillo en la boca sin brasa que humedece su filtro entre mis dientes. Estoy totalmente dispuesto a quitar los libros que no se leen de la biblioteca de casa. ¿Qué vas a hacer?, me pregunta el perro bostezando. Voy a quemar todos los libros, le respondo raudamente. ¿Acaso soñaste Joseph Goebbels en la Bebelplatz de la Alemania nazi?, me pregunta con el mismo tono irónico. Entonces comenzamos a fantasear con la idea de quemar todos los libros de la casa, no como un acto de represión cultural ni de censura, sino como una expresión poética de amor a las letras, o quizás como un grito de desencanto para dar lugar a nuevos textos dentro del mueble que los anida. Aunque no lo diga, el animal manifiesta cierta intranquilidad ante el sarcasmo, e intenta esconder sus testículos con su rabo cercenado que no es ni más ni menos que la sensación inmediata de pavor. Che, esto que vamos a hacer no es ningún pecado, le apunto. ¡Ah!, ¿no?, responde. Claro, le digo, el pecado es una transgresión discrecional o inconsciente hacia la voluntad de Dios, y yo no veo a nadie más que vos y yo en esta sala; ya lo ves, toda institución es de alguna manera una industria de miedo. En cambio el pecado original es otra cosa, continúo, es una metáfora doblemente aleccionadora, por un lado nos habla del mito del sujeto originario condenado como consecuencia de comer el fruto del árbol prohibido, y por otro nos da la sabia enseñanza de que si nos echan de un sitio no debemos volver ni a palos. Después tenemos los pecados capitales, sigo, que son una categorización de vicios para educar dentro de la moral cristiana y que se denominan capitales porque dan origen a otras faltas. Esos siete vicios ignominiosos o pasiones malvadas, que hasta el siglo VI eran ocho, son la lujuria, la ira, la avaricia, la gula, la pereza, la envidia y la soberbia, y no aparecen ordenados ni catalogados en la Biblia como tales, sino que se dan a lo largo de todo el texto y son el mejor ejemplo de que la ideología interpela al individuo como sujeto. A ver, ¿qué otra quema de libros histórica conocés?, le pregunto al can mientras mira la biblioteca. La hoguera de las vanidades de Girolamo Savoranola, responde el canino como un buen estudiante de Bellas Artes. Estamos hablando de ese monje predicador domínico que quemó no solo libros sino toda clase de objetos que consideraba pecaminosos y mitológicos y que paradójicamente fue excomulgado, ahorcado e incinerado por la misma institución a la que servía. Comienza así nuestro escrutinio de la biblioteca doméstica que ciertamente no dura mucho tiempo. Mirá este, le digo apoyando sobre el escritorio La odisea psicodélica desde el peyote al LSD, de Mariano Do Mundo, deberías leerlo, siempre estás preguntando acerca de esa excitación sensorial que se manifiesta desde el interior con euforia y alucinaciones, podría aclararte algo. Sancho asiente y al mismo tiempo observa el lomo de El estigma vengativo de la orilla, de Cósimo Galiani y Andrés Rabeici, una hermosa y errónea visión poética y metafísica de la lucha de clases en la Argentina, es una lástima que haya dejado de editarse, le manifiesto. Ahora es el turno de un viejo y ajado diccionario de la RAE comprado por el módico precio de ochocientos mil australes. Ah mirá, la Biblia, le digo a Sancho demostrando falsa sorpresa, este es un conjunto de libros canónicos que el Judaísmo y el Cristianismo consideran producto de una inspiración divina. Cómo un libro puede quemar otros tantos, y la respuesta viene por el lado del Index Librorum Prohibitum que fue una lista de publicaciones, le comento, que la Iglesia Católica hizo para catalogar los libros perniciosos para la fe de dicha institución, desde La vida del lazarillo de Tormes hasta los relatos del Marqués de Sade, pasando por Galileo Galilei y su heliocentrismo del cual el autor tuvo que abjurar ante el Tribunal de la Santa Inquisición. No se puede destruir ni el arte ni la ciencia ni la belleza por medio del fuego como lo ilustran las ficciones distópicas, le digo al animal, y añado que no hay suficiente leña para dicha acción. ¿Y el octavo pecado capital?, me pregunta Sancho. Ah, cierto, le respondo, la tristeza era el octavo pecado capital, que fue quitada de la lista por un Papa que la consideró como una forma de pereza. ¿No es contradictorio incluir la tristeza dentro de la pereza?, pregunta Sancho. Ninguna contradicción ni incoherencia que provengan de la Santa Sede me sorprende, ya que estamos frente a una institución antiquísima y acomodaticia que siempre se ha encargado de velar por el bien común de otras instituciones como la familia, la monarquía o el fascismo. Sancho me mira aburrido y sale al patio. Finalmente no quemamos ningún libro, solo nos limitamos a quitar de los estantes algunos manuales de Morfología, Lexicología, Gramática y Sintaxis de la lengua castellana editados en la década del cuarenta. La tristeza es una emoción básica como la ira, la felicidad, la sorpresa, el asco o el miedo, y es una de las que más me gusta porque siempre tiene la capacidad de operar como un mecanismo de defensa frente a un evento adverso, a diferencia de quienes piensan de forma inocente que es inversamente equidistante a la felicidad o que puede considerársela como un pecado o parte de otro, le digo al perro mientras observa con desgano algunos títulos que han quedado en el piso. Pienso a la vez que la tristeza nunca va a superar en intensidad a mis recurrentes pesadillas kafkianas, en las que deambulo por laberintos burocráticos de un sistema de poder arbitrario e imparable, donde la tiranía se ejerce sin tirano y las hogueras no queman libros, porque el fuego ama a quienes no le tienen miedo.

 

Sancho y todo lo demás #26

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