El consumismo está más vivo que nunca en la cultura popular. Al menos, ese es el reflejo que nos devolvió el espejo de la Megasubasta de Guaymallén. Esta semana, cientos de mendocinos peregrinaron hacia un templo de remate detrás de los saldos y retazos del contrabando. ¡Vendido al señor!

Crónica de Lucas Debandi
Fotos: Javier Vautier

El anuncio llegó hace más de un mes, por todos los diarios: la Aduana va a rematar los productos decomisados en Mendoza. La fantasía de una jaula llena de artículos de confort moderno, juntando polvo en un depósito frío de alta montaña, se había alimentado en cada control fronterizo que vivieron los argentinos que salieron del país en los últimos años. Una ilusión como una brasa que se atizaba especialmente en la mente de los mendocinos que oficiaron de contrabandistas ocasionales, durante horas de filas de autos en Horcones. Horas en que crecía la pregunta: ¿A dónde va a parar este televisor si me lo decomisan? ¿Este celular, esta bicicleta, esta cubierta, esta cámara réflex?

Según leímos en los diarios, las arcas aduaneras un día se llenaron y tuvieron que organizar un remate para vaciarlas. A esa subasta se le agregó el prefijo mega y eso hizo brillar la mirada de los cazadores de promociones. A cuentagotas, los datos se fueron dosificando en los medios con una paciencia tántrica: la fecha, el lugar, la lista de lotes. El Banco de la Ciudad de Buenos Aires, organizador del evento, fue diagramando su estrategia publicitaria para mantener al rojo la ilusión cada semana. Y la desarrolló con esa habilidad de engatusar que solamente puede tener quien hizo escuela en la ciudad del puerto y los unitarios.

Participaron del negocio las tarjetas de crédito con promociones especiales de cuotas, y hasta el mismo banco porteño ofrecía facilidades para sacar la tarjeta ¡ya! y aprovechar los pagos sin interés. Por fin, el 12, 13 y 14 de setiembre se montó la Megasubasta, en la bodega Centenario.

Santo Consumo

El martes 12 había gente durmiendo en los autos para poder estar entre los 500 lugares presenciales del remate y una procesión de tres cuadras, desde antes de que saliera el sol, esperó la apertura del portón de la bodega.

Pero para explicar esta devoción popular quizás haya que empezar esta crónica un poco más atrás en el tiempo. En las propagandas televisivas de la dictadura, mostrando las ventajas de los productos importados sobre los nacionales. O en la catarata de electrodomésticos accesibles que sostuvieron la ilusión menemista en la realidad cotidiana de la clase media. O en aquella Cristina Fernández festejando el primer puesto argentino en tomadores de Coca Cola por cadena nacional, en su defensa cerrada del incentivo al consumo. O en la foto del ministro de ambiente de Mauricio Macri trayendo dos TV más altos que el mismo, en uno de sus viajes a Chile.

El aliento al consumismo como política de Estado en la Argentina se sostiene a través de las gestiones y las ideologías. Siempre parece políticamente correcto desear el teléfono más moderno, el televisor más grande, en este país de salarios sudamericanos y precios alemanes.

Y todo esto tiene un condimento particular en Mendoza. Porque atrás de la cordillera, al oeste, asoman las torres de cemento de Santiago. La capital chilena se ha convertido quizás en la ciudad del Cono Sur donde el culto por el consumo encuentra su mayor cantidad de seguidores. El nuevo Miami, pero accesible por tierra. Y así parten ruta arriba miles y miles de autos con patente argentina que hacen embudo en el control aduanero. Colas de hasta treinta kilómetros enfilan hacia Horcones cada fin de semana largo, tácticas de contrabando personal para evitar los impuestos que se popularizan en el boca a boca, compras con tarjetas y cálculos en tres monedas distintas, son parte de la cotidianidad del mendocino de a pie que, por expectativa o curiosidad, llegó a la subasta en estos tres días.

La Letra Chica de las ofertas

Después de pagar 40 pesos de estacionamiento, hacer una hora de cola y acreditarse, todos fueron consiguiendo su paletita para ofertar en el salón de la vieja bodega de la calle Pedro Vargas de Guaymallén. Una vez sentados, el silencio da lugar a la palabra del martillero público, desde un altar rojo con su número de matrícula impreso en blanco. La cúpula de la bodega hace que su voz retumbe como la de un cura en una iglesia, mientras lee desapasionadamente las leyes del protocolo. Su sotana es un traje negro y corbata: las santas insignias de los agentes financieros.

Los fieles escuchan atentos, pero sus expectativas se desvanecen de a poco. A los precios publicados hay que sumarles un combo de impuestos que les quita casi todo el atractivo. Muchos lotes están en otras provincias y hay que ir a buscarlos. Los primerizos son madrugados sin inconvenientes por los habitués de los remates. Se suceden algunas ofertas en clave de realismo mágico latinoamericano: un cigüeñal que no se sabe a qué vehículo corresponde, un aspa de ventilador que hay que ir a buscar a San Juan, cien mil vidrios templados al mismo precio que se consiguen en cualquier comercio local ($100 cada uno).

La banca, conforme

Carlos Leiza, gerente de Ventas y Subastas del Banco Ciudad de Buenos Aires, dice que el primer día se acercaron muchas personas, pero la mayoría venía solamente “a mirar”. Probablemente hablaba de curiosos comprometidos, quienes se levantan temprano un día laboral y hacen una cuadra de cola solamente para escuchar la agradable voz del martillero y poder observar los lotes ofrecidos en pantalla gigante. O quizás eran personas, incentivadas por las campañas de prensa, que resignaron horas de trabajo para poder acceder a productos que salen más de lo que su sueldo les permite comprar.

Ante el desengaño, muchos curiosos se volvieron de todas maneras con alguna compra, a modo de souvenir, para justificar la procesión. Eso puede explicar la recaudación de nueve millones y medio de pesos, la venta del 78% de los lotes y el promedio de 110% de los precios sobre la base de los artículos subastados. La conformidad en la sonrisa del gerente deja traslucir esto, y también la convicción de que el consumismo está más vivo que nunca en la cultura popular.

Hace unos días, en una entrevista, Juan Grabois, el dirigente de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), habló sobre un gobierno pero parecía que hablaba de todos: “Si vos le das alpiste y alpiste a alguien, al final se termina creyendo que es un pajarito. Si el proyecto político plantea la centralidad del consumo como meta del modelo económico, el consumismo inevitablemente te lleva a una lógica individualista, donde vos pasás de querer tener el Iphone 5 al Iphone 7, y ningún modelo popular te va a dar el Iphone 7, porque para que algunos tengan eso, otros no tienen que tener zapatillas”. Cuando le llegue el resumen de la tarjeta, el hombre que compró el aspa de ventilador a $229 más impuestos, terminará de comprender esta idea. Nosotros, el resto de los habitantes del capitalismo cultural, tardaremos seguramente un poco más.