Detrás de la arboleda, interrumpen la tranquilidad de un martes a la tarde gritos de niños como un canturreo de gorriones en primavera. Alegría de correr y pegarle a una vieja pelota de cuero, amistad de pequeños vecinos envueltos en cientos de sueños, un baldío al costado de la vía, manchones de chipica rodeada de tierra blanda que se convierten en polvo al trote de unos 50 niños y niñas de 4 a 18 años, que conforman las cuatro divisiones de fútbol del Estrella Roja, un club barrial villero en Rodeo de la Cruz, Guaymallén, Mendoza.

Texto y fotos: Marcelo Ruiz

El barrio Luz de Vida está del otro lado de la vía, un pequeño grupo de casas, donde viven familias de trabajadores unidas contra la discriminación y la falta de atención municipal. Ese universo de vidas se arremanga y prepara la media tarde para los niños propios y ajenos. El merendero funciona en la casa de Carmelo Palacio, fundador del club, quien llegó a mediados del 2007. Hasta aquí trasladó su viejo sueño de ser entrenador de fútbol y lo hizo realidad: ya tiene seis divisiones, que entrenan martes y jueves y participan del campeonato zonal.

Aquí todo sale del corazón de la barriada. Después de la siesta, llegan listas para amasar tortitas y pasta frola Sonia, Pamela, Romina y Lorena. A Fabricio, le toca caldear y cocinar en el pequeño y precario horno, construido con un tambor de chapa de 200 litros. Mientras comparten el mate, el dueño de casa recuerda anécdotas, como cuando los  niños llegaron a jugar un partido acalambrados, porque los llevó en al baúl de su Valiant lV, único medio de transporte con que contaban.

 

En el interior de la casa una decena de trofeos descansa en la parte superior del modular, que son el orgullo del DT de Estrella Roja, un nombre que creó de la mezcla de su amor por Independiente de Avellaneda y del equipo de su infancia. El hombre baja uno de los trofeos y recuerda que lo ganaron en un campeonato en el que no pudieron pagar la inscripción, por eso no se llevaron el premio mayor.

La masa va tomando forma y el horno de chapa pasó del amarillo al rojo, lo que aumenta el calor en esta tarde de noviembre. Y siguen los recuerdos, como el de las primeras camisetas, que cosió una vecina, todas del mismo talle. Carmelo emprende el camino a la cancha entusiasmado como un niño más, mientras el resto de los padres siguen con la preparación de la merienda.

 

Alrededor de las 19  finaliza el entrenamiento, quedarán en la memoria las gambetas de un chiquito que todos quieren tener en su equipo, capaz de dibujar dos sombreritos seguidos y, antes de que la pelota toque el piso, pegarle de tijera y hacer un gol que festejan, incluso el arquero derrotado. De ese potrero ya salieron un par de jugadores, uno de ellos pasó una prueba en el gran River Plate, según cuenta Carmelo, y agrega que hay un par de pibas que las quieren llevar a clubes de primera, pero aún no rompen el lazo con la villa ni tampoco con su enorme timidez.

La merienda espera. Los chicas y chicos inician la caminata de cinco minutos, pateando piedras y a los empujones llegan al merendero, un local bien construido, al que sólo le falta la impermeabilización del techo, una necesidad básica, porque cuando llueve deben suspender las actividades, entre las que se cuentan las clases de apoyo escolar dos veces a la semana.

La tarde va dando paso a la noche y el cantar de los pitojuanes parece marcar el final de la jornada. Mañana será otro día, otro día de nuevos desafíos para los vecinos y jugadores de la Estrella Roja.

 

Carmelo en el interior de su casa con uno de los trofeos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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