Por Julio Semmoloni

Invertir la carga de la prueba para absolverse de la acusación política injuriosa resulta una pérdida de tiempo para el populismo arrinconado por una derrota electoral. Tras esfumarse su hegemonía discursiva, el kirchnerismo no puede amplificar la defensa del gobierno populista que fue vanguardia en la región. Padece una desventaja insalvable en el actual intercambio de lances con el conservadurismo dominador de la disputa.

La derecha está prevaleciendo porque se juega en su cancha, según las reglas que impone. Evidenciar ese ataque perverso al Proyecto como una patraña, implica que antes de adoptar una contraofensiva eficaz, debe demostrar que las acusaciones para victimizarse con la “pesada herencia” son el relato mendaz del oficialismo. La inversión de la carga de la prueba, por lo tanto, es un camino arduo y prolongado a tomar en tiempos perentorios.

Cristina, enfática y elocuente como nadie, bajó línea ideológica esclarecedora semana tras semana a millones de seguidores con una intensidad digna de mejor factura. Palabras meditadas, palabras sustentadas, palabras portadoras y nutrientes del proyecto inclusivo y palpable que intentó modificar la realidad del país para encaminarlo al desarrollo de su máxima potencialidad. Pero esas palabras, sensatas y coherentes, por sí solas no producen el vínculo dialéctico convincente, en la medida que las mayorías destinatarias no entrañen por sí mismas la transformadora conciencia de la praxis política. Se desvanece el impacto oral e impera lo que anticipa el castizo agorero: se las lleva el viento.

El relato K se sostuvo incólume durante una década de vigorosa inmanencia conceptual y fáctica. Declinó en 2014 y ya no pudo resistir al año siguiente el doble embate asestado por el desgaste autoinfligido y la campaña calumniosa de la acometida enemiga.

La concepción gramsciana de hegemonía cultural advierte sobre la inveterada construcción de “sentido común” por parte de la derecha que ostenta el poder real y formal. El macrismo, aunque aparenta no saberlo (pero, ¡cuidado!, lo sabe), juega este partido con viento a favor. El revanchismo le sienta bien, imponiéndose hasta ahora, aunque la venganza no sea la obsesión que más lo impulsa. Tropiezos y contramarchas constantes en la superestructura verifican fisuras por donde quedan más expuestos los desatinos de gestión, a menudo inconcebibles. El relato M adolece de sustancia motora, carece de proyecto auténtico. Tan sólo aspira a restaurar la iniquidad de lo establecido, que venía siendo puesta en crisis por el populismo.

Al fin y al cabo son palabras. La política se hace con la palabra. Pero una cosa es la mera retórica y otra, la praxis. Hay un combate de discursos. No es lo mismo el discurso para denigrar con patrañas, que el relato palmariamente engarzado a un proyecto. El problema vino cuando vastos sectores medios antagonizaron paulatinamente con el relato kirchnerista, al lograr su anhelante y recuperada pertenencia. Fomentaron la grieta odiosa y acusadora, porque la implícita bonanza recibida sería extendida a todos aquellos a los que siempre consideraron muy por debajo de ellos.

Como eslogan convocante, como consigna propositiva prohijaron el “Sí, se puede” de otras latitudes. Pero… ¡qué!, se puede. Aún no pueden (no quieren) explicarlo. Arruinar, derrotar y, si es posible, cancelar el populismo encajaría bien como propósitos indiciarios. No saben generar algo propio, genuino. El rechazo a lo que desprecian alimenta su pulsión reactiva. Son reaccionarios por definición: tienen entidad en tanto accionan “en contra de”.

Cómo es posible que el oficialismo no tenga nada nuevo para decir aunque hegemoniza la disputa a voluntad. Todavía ni siquiera puede semantizar su presencia en el gobierno. Cada cosa que repite como loro, para que la coree el neófito de la tribuna que los votó, está dirigida a descalificar el populismo, a condenarlo, y el regodeo prevaleciente en Casa Rosada es haber desalojado al kirchnerismo del poder formal.

El único político idóneo del gabinete presidencial es Rogelio Frigerio, nieto homónimo del artífice del pacto con el peronismo proscripto, que permitió la victoria electoral de Frondizi en 1958. Cuando este gobierno sufrió hace pocos días el peor sofocón por el escándalo del Correo Argentino, el ministro del Interior, Obras Públicas y Vivienda apeló al relato macrista exculpatorio, con una serie de frases que revelan una total prescindencia ética y la reiteración incesante de dicha mendacidad hasta cierto punto autodestructiva, sobre todo en su caso particular.

Dijo por radio Mitre que en la gestión anterior “se cometían muchos más errores, pero se tapaban”. La justificación de Frigerio no resiste la menor comprobación: nunca hubo un gobierno de origen legítimo que estuviera más blindado por la corporación mediática que el presente. Las tapas de Clarín y La Nación tapan cualquier posible riesgo de desencanto público causado por los conflictos de intereses flagrantes de esta gestión. Pero la protección resulta insuficiente, pues la finalidad de ocultar todo lo nefasto es de cumplimiento imposible.

Para Frigerio el “mandato” recibido de la gente, “es tener un gobierno decente, ético, que deje atrás un gobierno de funcionarios que se dedicaban a la política para llenarse los bolsillos”. Aquí la complementariedad abominable entre la política y el enriquecimiento ilícito se extrae del repulsivo manual PRO de campaña para principiantes. Que un portador de tradición política familiar como Frigerio recurra al execrable latiguillo, pone de manifiesto una regresión del mejor cuadro político a los peores momentos de difamación en dictadura.

El colmo de la infausta tentativa de defensa del honor de Macri se patentizó en la siguiente frase: “Ante la duda, el Presidente decidió mandar todo a foja cero, y me pareció una solución saludable para la democracia, y para esta exigencia que tiene la ciudadanía para que los actos de gobierno sean más transparentes”. La incontinencia cínica del ministro rivaliza en desmedro de su figura con un elogio disparatado de atropello a la independencia del Poder Judicial.

Fue una exposición voluntaria y desafiante de Frigerio, quien oficia como el principal negociador político con la mayoritaria oposición en provincias. Se permite la autosatisfacción de señalar que “es el primer gobierno en un siglo que tiene minorías tan marcadas en el Congreso, (y no obstante) pudimos sacar casi todos los proyectos que se pretendían”. Tal como el abuelo, él también es artífice de acuerdos que facilitaron la gobernabilidad de un oficialismo en clara desventaja de representatividad legislativa. Por qué reniega de la política, entonces, si ésta es el instrumento que lo faculta para ser el más expeditivo integrante del Gabinete.

Frigerio se mimetiza y transgrede su conciencia prestándose a la adulteración democrática. Igual que sus pares del Gobierno, CEOs abstemios de la política, confía en que a su palabra se la lleva el viento. El viento de la indiferencia, el individualismo, la negligencia, la desmemoria y la ignorancia.