Por Julio Semmoloni

Podría decirse que una forma de gobierno que aspira al bienestar del pueblo, empezando por transformar una situación general inicua, para sacar de la miseria a la franja social más postergada mediante la atención prioritaria del Estado, también es la expresión de lo que se conoce como populismo.

No llega a ser una forma revolucionaria de acuerdo a la concepción marxista clásica, que implica sustituir el sistema capitalista por el socialista, pero exige una serie de transformaciones que tarde o temprano termina por alterar las estructuras liberales pensadas para evitar precisamente cualquier cambio en esa dirección.

La forma de democracia representativa que impera en esta parte del mundo resulta a la postre conservadora. Este sistema de gobierno llamado “estado de derecho”, no es otra cosa que el reaseguro legal de las inequidades políticas, sociales y económicas ya enquistadas desde el origen del contrato establecido por los sectores dominantes.

El populismo sería por definición antisistémico en cualquier país de la región, y debido a su carácter nacional aflora único en su praxis específica. Si bien el sufijo ismo indica una variante de sistema popular, la tendencia doctrinaria localista en la práctica no encuentra una clasificación precisa que lo iguale a otras formas de populismo de países vecinos. Cada experiencia transluce una particularidad, una estrategia genuina.

Durante el siglo veinte, el populismo resultó casi una rareza. Sus esporádicas manifestaciones ni siquiera permitieron que adquiriese una cierta tipicidad para identificarlo de modo inconfundible. En la Argentina, por ejemplo, donde se gestó la etapa embrionaria más exitosa de populismo, al no insertarse en su tiempo como opción electoral de la alternancia (el peronismo histórico fue derrocado y proscripto), cuando resurge estable casi medio siglo después en su modalidad kirchnerista, demuestra ser en la práctica una forma enteramente novedosa.

El presente siglo alumbró diversos populismos en la mayoría de los países sudamericanos, incluso permitiendo una inédita simultaneidad de gestiones. A raíz de la demorada y débil gestación de Unasur, estos pujantes movimientos no fueron capaces de entrelazarse suficientemente para protegerse entre sí del paulatino acoso del enemigo común, que a su vez cuenta desde siempre con instrumentos vernáculos y transnacionales para propinar jaque mate.

La derecha no requiere de las formas populistas de gobernar: ya tiene todo a su disposición, no necesita modificar las cosas. Todo funciona conforme al sentido común inculcado. La división de poderes supone que debe respetarse la “independencia” de los mismos, pues sobreentiende que ningún poder atacará la estructura del sistema que lo contiene, a menos que algún hecho anómalo desvirtúe la norma vigente.

Mantener la “pluralidad” de las democracias occidentales no trae costos cuando la moderación de las voces disonantes garantiza el respeto y la defensa de las instituciones. Los gobiernos de centro derecha se suceden con cínica naturalidad política en la alternancia de estas repúblicas del sur. Referencian el interés de un orden económico que recela de cualquier modificación perturbadora de la correlación de fuerzas desproporcionada en favor del capital concentrado.

El sugestivo relato del modelo conservador permite un grado de competencia entre expresiones políticas diversas, siempre y cuando resulten alternativas proclives a sostener el statu quo. Si una imprevista corriente ideológica, ya en el gobierno, se aparta del corpus tácito, no necesariamente explicitado en la Constitución, pero interpretado de un solo modo correcto, de inmediato se acciona el anticuerpo reacio y presto a antagonizar con el máximo vigor, a fin de preservar la lógica institucional establecida.

Para llegar al poder político mediante el masivo apoyo popular del voto, el populismo se adecua a las reglas implícitas de la competencia, pero una vez asumido el gobierno, pese a la legitimidad de su mandato, necesita modificar contenidos y formas procedimentales para adquirir sustancia populista, puesto que el sistema está diseñado para que todo siga igual. No cambia nada con la mera alternancia propia de la partidocracia liberal, ni es auténtico pluralismo la discrepancia formal que nunca cuestiona y tampoco modifica la persistente inequidad estructural del sistema.

El populismo se abre paso embistiendo contra las defensas de lo establecido y haciendo saltar las alarmas, aunque todas sus propuestas sean canalizadas mediante las mayorías legislativas. Muy pronto el andar populista, por más legítimo y republicano que parezca, advierte la urgencia extrema de reformar la Constitución para aflojar el corsé jurídico, lo cual agrava los términos de la disputa política y da pie a la escalada conspirativa del enemigo.

Queda claro que el populismo es una anomalía que perturba el desarrollo prefigurado de estos sistemas democráticos. Las constituciones de corte liberal no consienten una aparición populista, ni están previstas para contener su inherente impulso transformador. En función de sus grandes posibilidades electorales, también queda claro que el kirchnerismo pasó a ser, como otrora el peronismo, el rival a vencer contra el que se aliaron todos los otros, instados por el odio de la derecha y el desprecio de la izquierda anacrónica.

La puja desigual vuelve a parir los liderazgos conductores que encabeza cada expresión populista. Su impronta trascendente produce una relación peculiar entre masa y líder, fenómeno que irrita hasta lo increíble a ciertos sectores que eventualmente hubieran asimilado la bonanza que promueve el populismo. La ulterior deformación generada por el culto a la personalidad y la complacencia narcisista, suele irrumpir en el tránsito a la consolidación populista, cuando el/la líder ejerce un flagrante personalismo.

Esta somera descripción de la realidad política argentina y regional tiene por objeto ponderar el contexto hostil en el que se desenvuelve el populismo cada vez que a duras penas quiere afianzarse en el gobierno. La tarea primordial del populismo, cuando conquista legal y legítimamente el poder político, debería encaminarse metafóricamente a matar dos pájaros de un tiro: tras la asunción al gobierno, forjarse una legitimidad sustentable y así perdurar muchos años para darse tiempo de desarrollar con tenacidad la superación de la infeliz herencia recibida, hasta lograr una ecuánime sociedad de bienestar.