Hoy: Sancho y la fuerza natural

Por Manuel García | Foto: Ser Shanti

 

“Todo en la eternidad es lo mismo, seguí buscando algún extraño. Más poder no es la cura. Tu posición no es segura, ¿lo ves?, pero no me ves. Alimentate, alimentá a tu familia. Puede que no esté por aquí, llueva o brille el sol. Podría hacer más, me podría importar menos”

Young Fathers

 

Es por esa razón que siempre voy a encontrar un particular encanto en puntualizar aquellos mecanismos que se esconden bajo los pliegues de la intriga, le digo a Sancho como sentenciando una verdad absoluta. Aburrido, me contesta el perro rascándose una oreja bajo el sol del mediodía dominguero al momento que me dispongo a preparar el fuego para cocinar carne a las brasas. Bueno, hablemos entonces de otra cosa, le comento mirando en derredor, hablemos de las plantas y de la fuerza natural que las hace ser y estar. ¿Y qué hay para decir acerca de esos seres vegetales que no hablan ni caminan?, pregunta irónicamente el perro. Las plantas, le enuncio, se mueven lentamente aunque no lo percibamos, y en ese extendido proceso nos ven y ven la luz solar, nos escuchan, se escuchan entre ellas y escuchan a sus polinizadores, se reproducen y se regeneran, se comunican entre sí de manera solidaria por debajo de la tierra en una intrincada red de raíces donde se alertan acerca de los peligros inesperados o recurrentes y comparten sus nutrientes, son nuestra medicina primordial, nos dan sombra, nos alimentan, nos embriagan y nos drogan, nos oxigenan, nos abrigan…, y solo necesitan agua y luz en su transcurso fotosintético para desarrollarse. Aburrido, ladra por segunda vez. Un buen ejemplo de las plantas como fortaleza, le digo, es el de un Ginkgo biloba, que un año después del estallido de la bomba de Hiroshima y a un kilómetro de distancia del epicentro volvió a brotar, transformándose en símbolo del renacimiento y la resistencia al impulso de la modernidad como motor del progreso humano. Aburrido, vuelve a decir desafiante. Entonces me dispongo a esparcir las brasas de la manera más uniforme posible y sobre las mismas coloco la parrilla, donde luego ubico los trozos de carne salada para que comience la cocción. Bueno, si todo te parece tan aburrido, hablemos de cómo llegaron estos pedazos de carne a la parrilla, le propongo a Sancho sentándome en el pasto. Adelante, me ordena. Hay gente que se escandaliza ante la desnudez humana por considerarla procaz e indecente, espero que no te suceda lo mismo con lo que voy a contarte. Adelante, vuelve a decirme y entonces doy inicio a mi relato señalándole que todo comienza con animales que son criados en parajes bucólicos por granjeros amables que los cuidan y los alimentan bajo los rayos del sol y la música de los pájaros. ¿Vas a contarme una fábula?, me pregunta Sancho. Para nada, le respondo y continúo diciéndole que esos animales luego son trasladados a un establecimiento denominado matadero, pieza fundamental de la industria cárnica. En ese instante Sancho abandona todo rasgo de ironía. Esos son momentos duros y traumáticos para dichos animales, ya que viajan hacinados entre sus excrementos hacia lo que será su última morada. ¡No me has dicho qué clase de animales aún!, me interrumpe. Ah, cierto, le respondo, pueden ser vacas, ovejas, conejos, pollos, terneros… esto que ves acá, le digo señalando la parrilla humeante, es carne vacuna. Ahora bien, le digo poniéndome más serio, llegamos al momento de los métodos de aturdimiento previo a la etapa de degüello, y si bien existen reglamentos en concordancia a las prácticas bioéticas de bienestar para evitar al máximo el dolor del animal hasta su fallecimiento, la cosa sucede más o menos así: se ejecuta un disparo por medio de una pistola de perno sobre la cabeza del animal asustado que se encuentra a la espera de su muerte entre el estrés y el sufrimiento, donde el olor a sangre y el inminente peligro hacen que el mismo se resista a entregar su vida en esa pasarela de la expiración. Generalmente el degüello se realiza de forma manual seccionando las dos arterias carótidas, y luego de desollarlo se traslada el cadáver a una cámara de refrigeración donde el cuerpo se corta en reses, o medias, o cuartas, o tajadas más pequeñas que se empaquetan y son las que encontramos expuestas en los supermercados o las carnicerías. Sancho se sumerge en un estado de mudez en el que ha dejado de manifestar que lo que oye le parece aburrido. De esa manera y a grandes rasgos es como llega la carne a la parrilla, le digo mientras coloco un par de embutidos, y el olor a carne asada comienza a ganar la atmósfera ¿No sentís culpa?, logra articular el canino en forma de pregunta. En este momento no, le respondo, aunque a veces sueño con serpientes. ¿También has comido serpientes?, indaga enérgicamente. Oh, no, le digo, es solo una expresión. Clara se acerca con una copa de vino y me pregunta si voy a poner la chapa sobre la parrilla para evitar que Sancho se yerga y robe la carne. No creo que hoy sea necesario, le respondo, y vamos a sentarnos a la mesa, entretanto colmo el plato de Max con ensaladas, y Clara me apunta que Sancho se encuentra extático mirando las plantas. Estará esperando que se muevan, le respondo, y comenzamos con el almuerzo envuelto en un clima de sutil rareza, porque luego de lavarme dos veces los dientes, salgo al patio a fumar y el perro permanece aún inmóvil observando el movimiento de las plantas, intentando entender esa fuerza vital que provoca la evolución en los organismos vivos, y que a veces simplemente deja de fluir, y otras se ve interrumpida bruscamente por un factor externo. Espero no haber sido tan vehemente con mi descripción del proceso de muerte, le digo a Sancho que no me contesta. Finalmente pienso que todos los seres vivos trascienden a su modo, pero el Homo Sapiens, que privilegia su interés respecto al de los animales y las plantas, siempre va a necesitar acumular dinero sin ideas que escapen a la funcionalidad racional. Mientras tanto, este cuerpo que habito hasta que la muerte nos separe, intenta huir de la decrepitud y de la moral del Especismo y del ridículo lenguaje panfletario. Por fortuna convivo con un perro parlante, quien no me va a dirigir la palabra hasta que se esfume su enfado.

 

+Sancho y todo lo demás