Hoy: Sancho y los hermosos perdedores

Por Manuel García | Foto: Ser Shanti

“Días extraños nos han encontrado. Días extraños nos han rastreado y van a destruir nuestras alegrías ocasionales. Así es que les seguiremos el juego o encontraremos una nueva ciudad. Días extraños nos han encontrado, y a través de sus horas extrañas nos quedamos solos. Cuerpos confundidos y recuerdos maltratados, mientras corremos desde el día hacia la extraña noche de piedra”.

The Doors

 

Al momento que Sancho sale al patio me encuentro sentado en el pasto intentado tomar una fotografía de una copa sobre la punta de mi zapatilla izquierda. ¿No deberías estar trabajando?, me pregunta la mascota desperezándose. Hoy entro más tarde, le respondo. El canino comenta que es extraño verme con una copa vacía, yo sonrío y le enuncio que voy a terminar con la insólita acción cuando me canse o cuando la copa se rompa o cuando sea la hora para ir a trabajar. Sancho comienza a morderme el pie y a correr alrededor de mí de manera estrafalaria y pueril. Dejame un rato tranquilo, le ordeno, y él me responde que soy un cerdo fascista como siempre que se enoja. Continúo en vano con mi ocupación, en la que la punta de la zapatilla sostiene por unos segundos la copa y ésta finalmente cae al pasto. El fascismo como sistema estatal totalitario ya no se manifiesta como lo ves en los documentales o las películas, le digo. ¿Ya no existe el fascismo?, indaga. No es eso, le digo, lo que quiero señalarte es que convivimos rodeados de microfascismos cotidianos que se manifiestan en torno a un disciplinamiento más sutil. Sancho comienza a mover su rabito cercenado en señal de atenta escucha. Los microfascismos son una amarga tiranía en torno a nuestras vidas, amigos de la homofobia, de la aporofobia y de la xenofobia entre otras, y ejercen un odio habitual hacia la otredad que les incomoda. Tienen tanto amor al poder, continúo, que se dedican a instalar mitomanías y leyendas negras para justificar una creencia de superioridad moral y ética que se reproduce de manera rizomática, colándose entre los intersticios donde se multiplican de manera asombrosamente difusa por medio de discursos y prácticas guiadas por fuertes emociones y viejas creencias arraigadas. ¿Qué es un rizoma?, pregunta el animal. Es un tallo subterráneo con un variable número de yemas que crecen debajo de la tierra pronunciando así raíces y brotes desde sus nudos, le respondo cual si fuera un avezado profesor de biología. ¿Y dónde están esos microfascistas?, pregunta. Tras una lógica chauvinista del dislate, una repetición compulsiva y un tufillo siempre retrógrado, le respondo, los ciudadanos microfascistas se encuentran por todos lados, anhelando un territorio a su medida para dejar de lado a la gran mayoría que detestan, por medio de la infusión de un veneno recalcitrante y la criminalización toda protesta social en pos de una ciudad ordenadita y limpiecita. ¿Y cómo lo hacen?, vuelve a preguntar el animal. Una de las formas más sencillas, le digo jugando con la llama del encendedor, es a través de la figura del colaborador, del vigilante medio, una especie de sheriff que porta su estrella represiva en el lado izquierdo del pecho y que se muestra con total orgullo dentro de un supermercado, en el interior de un ómnibus o en distintos grupos de whats app. Sancho sonríe. Los microfascismos no son graciosos ni inocentes, le apunto, son voraces, intolerantes y altamente peligrosos, circulan por la atmósfera con el fin de localizar y erradicar a un pretendido enemigo interno declarándole la guerra en un campo de batalla diario que intenta destruir la empatía y anular las identidades. Enciendo dificultosamente un cigarrillo y le digo que nunca vamos a saber todo acerca de todo, pero eso no quiere decir que nunca vayamos a saber nada de nada, y ya que a veces la evidencia no nos alcanza, optamos por repetir fragmentos de discursos, fotocopias de fotocopias amarillentas y ajadas. No hay verdades absolutas como tampoco hay textos definitivos, añado, hay borradores, eso sí, prestos a ser corregidos para dar lugar a obras abiertas, y los denominados textos definitivos responden siempre al anquilosado dogma o al cansancio de quienes los escriben; un claro ejemplo es el de Sócrates, quien no dejó obra escrita, y que fue acusado de corromper la moral de la juventud  para luego ser condenado a muerte por envenenamiento de la cicuta debido a la inculcación del pensamiento crítico. Fumo parsimoniosamente mirando la copa vacía. A todos nos cuesta acceder al pensamiento crítico, le expongo, porque somos excesivamente autorreferenciales a la hora de argumentar, por ello nos resulta mucho más cómodo acercarnos a las ideas que confirman nuestras creencias previas para rechazar lo extraño y lo ajeno a nuestras tradiciones, repitiendo palabra tras palabra como un eco frenético. La copa sigue sin quedar enarbolada sobre la punta de mi zapatilla a pesar de los reiterados intentos. Creo que la buena sátira es siempre una firma de arte rebelde, le digo a Sancho que se ha echado panza arriba, por eso dudar acerca de quiénes somos nos resulta de algún modo insoportable. Nos queda entonces utilizar nuestra lengua filosa como una cimitarra para proponer un horizonte colectivo a quienes se creen rectores de los cuerpos y las mentes, y sobre todo desaprender todas esas verdades que nos fueron dadas como absolutas desde nuestra más tierna infancia. Seguís perdiendo en tu juego de la copa, me dice el canino. Juego o acción es lo mismo en este caso, le digo, adoro pertenecer a los hermosos perdedores, a los que somos asediados permanentemente por los microfascismos y resistimos a diario nuestros propios microfascismos transitando a contrapelo una lucha decidida para huir del gerenciamiento de nuestros miedos, porque todos merecemos respeto, a pesar de las maliciosas etiquetas puestas por los autodenominados biempensantes. Cuando Sancho regresa al interior de la casa, la copa queda erigida durante unos segundos, y con extremo cuidado quito mi pie izquierdo de dentro de la zapatilla que sostiene la copa para convertirme en el único testigo de mi mérito. Puedo oír un coro de ángeles que nunca llega, e inmediatamente recito: En silencio brindo. / En la algarabía generalizada también brindo. / A veces brindo por cosas que no recuerdo. / Brindo sobre un cielo dibujado en el suelo, / donde escucho la mirada ausente, / donde el diluvio es también no ver la voz de esos ojos. / Mientras las decoloradas sonrisas se apagan, / brindo por los espejismos de aquella encantadora sed. Con patetismo y cursilería no vas a poder escapar de las temibles efemérides decembrinas, me dice Sancho desde el umbral de la puerta que da al patio, y luego añade que nunca hay que plañir con displicencia, y que si mi intención es expresar la gran caída, debo hacerlo dentro de los más estrictos límites de la dignidad y la estética. Enciendo un nuevo cigarrillo y esquivo su mirada con algo de pudor, ya que en unos instantes, luego de calzarme un par de zapatos, voy a salir a la calle colmada de hermosos perdedores, donde todos tienen algo para decir, sin la necesidad de posar una copa vacía sobre la punta de sus pies para hacer oír su pronunciamiento.

+Sancho y todo lo demás