Hoy: Sancho y la colilla de cigarrillo que baila sobre el asfalto

Por Manuel García
Foto: Ser Shanti

Luego del visionado de la filmografía completa de Woody Allen, Sancho insiste una y otra vez en que lo lleve a pasear al centro de la ciudad. Quiere ver gente amontonada caminando frenéticamente como hormigas y entrechocándose, quiere mover la cabeza de un lado a otro y echar un vistazo a la cumbre de los edificios para no encontrar el cielo. Quiere detenerse en una esquina a esperar la orden del semáforo. Quiere observar y ser observado. Le respondo que tiene una perspectiva un poco distorsionada de lo que son las ciudades, informándole además que vivimos en una zona sísmica y que por lo tanto aquí no existen rascacielos. Agrego al mismo tiempo que es un poco complicado caminar por las calles del centro con un Rottweiler, y que posiblemente quebrantemos alguna norma antigua o nueva de la ciudad, no especifico cuál, pero ante la duda prefiero llevar una vida tranquila dentro de los parámetros que indica la ley. Sancho exhorta como un niño frente a una tienda de golosinas y finalmente me convence. Hace mucho calor en este diciembre en el que no pasa nada, en el que no encuentro por ningún lugar a los agoreros que afirmaban que este gobierno iba a caer por la revuelta popular. Al otro día, lo preparo para el paseo, elijo su collar nuevo, opto por su bozal que casi nunca utilizo, y por supuesto lo baño para que su pelaje luzca reluciente y atrape miradas de admiración. Durante la excursión, sus sentidos se encontraron con una serie de imágenes y sensaciones nuevas. El claxon estrepitoso de un ómnibus apurado y rabioso al mando de un hombre de camisa celeste, una hermosa mujer con un tatuaje en la pierna derecha que no solo llamó la atención de Sancho, un grupo de niños jugando de forma extraña con un globo rojo y una rama de árbol seca, dos policías hablando por teléfono en una esquina y dando a entender a los transeúntes que esta es la ciudad del país con la más baja conflictividad social, un perro caniche sumamente histérico que no paraba de ladrar  y enloquecía a su dueña quien le gritaba como si fuera su hijo o su nieto, máquinas enormes rompiendo y arreglando calles como una forma de responder a la lógica capitalista de destruir para hacer, un teléfono público en desuso y averiado que por lo tanto ya nadie utiliza, gente protestando de un lado, gente protestando de otro lado, la vidriera de un comercio de ropa elegante para hombres donde nos detuvimos cuatro minutos y medio a mirar camisas, una tienda de mascotas con cachorros enjaulados vislumbrando en sus ojos las ansias de libertad, la mirada fluida entre dos amantes jóvenes y hermosos y llenos de vida en un banco de plaza, la música reggaeton inundando cada intersticio de la capital con sus acordes pegadizos y sus letras repetitivas, turistas europeos extremadamente blancos con sombreros y cámaras fotográficas y mapas y folletos de descuento, una colilla de cigarrillo que bailaba cadenciosamente en el asfalto. Ambos vimos ese danzar, estábamos como encerrados en un domo, mientras el afuera gruñía, nosotros observábamos estáticos la danza sobre el asfalto caliente y sucio transitado con furia. La colilla había sido lanzada desde un automóvil color blanco, el punto de partida había sido un brazo izquierdo que desde la ventanilla del conductor arrojaba el resto del cigarrillo, el hombre que manejaba era yo, y el acompañante era Sancho. Solo nosotros dos vimos esa escena. De esa manera me doy cuenta que estamos en la misma dimensión con el can. Entretanto, tiro la colilla del cigarrillo que estoy fumando en este momento al pasto del patio de mi casa, mientras Sancho sigue narrándome entusiasmadísimo y dando saltitos sus impresiones en blanco y negro acerca de la ciudad, como en el comienzo de la película Manhattan, con Rhapsody in blue de Geroge Gershwin sonando de manera majestuosa.

 

 

Sancho y todo lo demás #4