Por Julio Semmoloni

El populismo es demasiado optimista. Tanto optimismo trae problemas, al punto de inocularse una temeraria extinción. La realidad lo amenaza una y otra vez, pero el populismo no aprende. El populismo es por demás contagioso, basta sumarse a una marcha para sentirse parte. Es inclusivo, no hace preguntas ni pide antecedentes. Es como un gran abrazo a las multitudes. Y peligra más cuando se jacta de convocar a todos por igual.

Su relato tiene peso específico, densidad conceptual. No es fácil de entender y mucho menos de explicar. Se lo propaga con amplitud inercial y enseguida prende en la gente. Pero la adhesión espontánea se confunde con asumirlo. Un empírico sondeo callejero verificaría que no es simple coincidir en la idea de qué es el populismo. Su complejidad proviene de una inmanencia paradojal: exalta lo popular (el conjunto) para vindicar los derechos inalienables de una persona vulnerada (el individuo). Invoca un intangible pueblo para visibilizar al concreto indigente que reclama. Es a un tiempo desbordante y específico.

El populismo es por definición movimientista, distinto y ajeno al establecido marco sistémico de disputa entre partidos. Trasciende la partidocracia liberal. Lo lastima y limita que una facción pretenda arrogarse la representatividad de todo el colectivo. Aborda las elecciones mediante la construcción frentista, amalgamando tendencias diversas que persiguen el bien común. Fuerte y fértil será si el razonable disenso interno no atenta contra la armonía ideológica que debería prevalecer como dinámica intrínseca.

La oposición, en tanto reserva política determinada por una derrota electoral, no tiene razón de ser para el populismo. No puede perder elecciones cuando cumple un mandato. Niega su naturaleza si sólo es candidato para recuperar el poder y retenerlo manteniendo el statu quo. No es competitivo. Es un proyecto político progresista, una forma de gobierno con objetivos de transformación para beneficiar a grandes mayorías postergadas. Adquiere entidad e identidad cuando realiza; quieto en la promesa, se adultera.

Y cuando no está gobernando, si luego quiere ser un gobierno consecuente no debería aspirar a ganar mediante la acumulación vacua de postulantes. Tanto el peronismo clásico como el kirchnerismo fueron construcciones populistas emergentes de una hegemonía política consumada desde el gobierno, dado el ejercicio legítimo del poder formal y un esclarecedor relato ideológico. Ni aquel peronismo ni este kirchnerismo se construyeron antes de gobernar o tras ser desalojados. ¿Qué vendrá?

En tiempos electorales es tentador insertarse en las corrientes populistas. Hay un clima de espontaneidad optimista y bullanguera que contextualiza el acople indiscriminado de entusiastas, convencidos y oportunistas. Late a flor de piel un aparente afán de restaurar todo lo perdido durante gobiernos adversarios o enemigos del populismo. La realidad después demuestra que nunca es soplar y hacer botellas. No se trata de empezar de cero otra vez, es mucho peor. Hay que desarmar o desactivar la máquina de impedir, retrocediendo hasta hallar la punta del embrollo. En otras palabras: volver ni siquiera para empezar. Como ocurrió con Kirchner, quien fatigó sus dos o tres primeros años (el mejor tiempo) para “salir del infierno” en el que hundió al país el neoconservadurismo retrógrado que ahora defiende Cambiemos.

La ilación de este breve desarrollo del planteo aquí expuesto permite arribar a una conclusión primaria ruinosa: el populismo kirchnerista fracasó tras doce años de sostenido ejercicio del poder formal. Nunca debió perder en 2015 las elecciones presidenciales, instrumento elemental para legitimar su predominio desde una continuidad gobernante de plazos indeterminados, cuyas metas de realización y afianzamiento no serían inferiores en tiempo a varias décadas. El populismo que prende por doquier cuando se lo necesita, es fundamental que sea asumido por las grandes mayorías populares. Encarnarlo de verdad como resultado airoso de la batalla cultural implica inmunizar al pueblo contra los cantos de sirena. Esta es la tarea primordial de todo gobierno popular.

Fue una pérdida de mandato muy distinta a la del peronismo en 1955. Pese a no pasar por su mejor momento, aquel gobierno de Perón había ratificado en la elección de vicepresidente en 1954 que era imbatible en las urnas. Por eso todo el arco enemigo y opositor toleró la violencia demencial del bombardeo a población civil e inerme para derrocar un gobierno que ganaba las elecciones al obtener más del 60 por ciento de los votos.

Al ser desalojado del gobierno, el populismo pierde su capacidad de proteger amplios beneficios sociales, de manera que a partir de 2015, como ocurriera ya en 1955 o en 1976, vuelve a producirse el reflujo del avance popular de conquistar derechos. Con el agravante siniestro que la situación recibida esta vez no da tampoco para recomenzar la tarea interrumpida desde donde quedó en 2015, sino que debe retrotraerse a tiempos superados diez años antes.

La incapacidad del kirchnerismo para generar una continuidad populista de renovada estirpe ideológica propia provocó la absurda derrota electoral. Ante la imposibilidad legal de reiterar la candidatura de Cristina, no fue capaz de propiciar con tiempo la formación de cuadros dirigentes aptos para ejercer liderazgo estratégico convocante. Y entonces encarar confiado las primarias abiertas con una selección de candidatos probados en la acción de gobierno, y en el marco nacional de una estimulante hegemonía política.

Se dijo antes que el movimiento populista es fuerte y fértil en la medida que permite e incentiva el debate interno, cuyas discrepancias puedan expresarse sin temor a estropear la armonía ideológica imperante en su ínsita dinámica. En 2015 el kirchnerismo debía enfrentar el peor desafío electoral y carecía de su más conspicua representante para encabezar la lista. Pero no afrontó las primarias abiertas –reforma política impulsada y promulgada por Cristina– por el temor a que un virulento debate interno aflojara la dudosa ligazón frentista.

Conviene repensar sobre todo esto para no incurrir en desaciertos aún peores. Especular acerca de lo que hubiese ocurrido de ganar Scioli no trae provecho. Sí ayuda, en cambio, observar lo que pasó en Brasil y está en ebullición en Venezuela. Tanto Lula como Chávez no se equivocaron cuando postularon a Dilma y Maduro, respectivamente, como los sucesores. Pero Dilma terminó siendo derrocada por una confabulación antipopulista, pese a su acatamiento de las recetas del FMI, tras adulterar el programa de Lula. Y en Venezuela, el gobierno de Maduro padece un furibundo ataque golpista de la derecha cipaya, castigo recibido por sostener la fidelidad al proyecto chavista.

Cualquiera sea el desempeño y la prolongación en el mandato de un gobierno populista, está claro que el establishment de la región esgrime hoy una serie de recursos que, por separado o conjuntamente, tienen suficiente potencia para derribar gestiones democráticas legitimadas una y otra vez por el voto de las mayorías populares. Y pueden hacerlo con procedimientos administrativos, judiciales y legislativos, cuya violencia es simbólica en lo institucional, o por la vía directa de odiosas manifestaciones callejeras de sectores reaccionarios de la población. La reciente represión feroz en Brasilia contra el pueblo que reclama elecciones directas, demuestra también que la derecha golpista aún se reserva la posibilidad de contar con la intervención de las fuerzas armadas.

Siempre que haya pobreza extrema, desigualdades sociales aberrantes o una paulatina conculcación de derechos, el populismo debería retornar con el impulso originario para reconstruir un Estado que por lo menos alivie, y, en lo posible, corrija tanta ignominia. La mayor dificultad radicará en aprender de los errores cometidos y en prevenirse de la multiplicada astucia del enemigo.